Hace un año, empecé a escribir una insólita racha de obituarios. El 10 de enero del 2016, uno de mis artistas más queridos, David Bowie, falleció.
Recién lanzaba un disco extraordinario, Blackstar .
Como periodista en la vasta galaxia de las artes y el entretenimiento, uno tiene su constelación personal –no todas las estrellas brillan igual para todos–, pero si se apaga alguna y uno puede escribir del tema, pues le toca redactar un obituario.
Así es la vida en la redacción de un diario: los lectores esperan prontas, sensatas y profundas reflexiones cuando alguien célebre fallece. No hay pausa.
La nota necrológica no es la más apreciada entre los géneros periodísticos, aunque, curiosamente, suelen terminar siendo algunas de las publicaciones más leídas y recordadas. Sin embargo, es mi género preferido.
El obituario permite acercar al lector a una vida de la que usualmente solo conoce la mínima parte: los escándalos de una figura pública, las esculturas hechas por sus manos, el balón pateado en la milésima de segundo precisa para lograr un gol legendario.
El obituario, cuando llega, debe recorrer una vida desde su fuente hasta su desembocadura, ese delta confuso de opiniones, críticas y alabanzas que suscita la muerte de un famoso.
Después de David Bowie, mi constelación personal siguió sufriendo apagones. Tuve que escribir –despedirme– de músicos como Prince y George Michael, de cineastas como Jacques Rivette y Abbas Kiarostami, actrices como Carrie Fisher, autores como John Berger.
Juntos eran, con algunos otros que siguen creando arte, mi educación sentimental.
Mucha gente critica la supuesta frivolidad de llorar por la muerte de una estrella pop, pero si nos ponemos fríos y sacamos cuentas, muchas veces pasamos más tiempo con Space Oddity o Purple Rain que con algunos familiares y amigos. Sí, son “nada más canciones”, pero resultaron ser mi esqueleto.
II
Mi primer encuentro con la muerte fue al hallar el cuerpo de mi abuelo. Yo tenía 11 años, él 90, pero yo no sabía bien qué significaba eso. Hasta entonces había pensado en él como uno piensa en su abuelo: un modelo de virilidad y templanza, un símbolo de la familia como un todo.
No podría tener la entereza de Leonard Cohen, que en su último disco cantó: "Hineni, hineni, estoy listo, mi Señor". Tampoco tengo 90 años y, en el primer cuarto de siglo, nadie piensa en la muerte. Le huye.
Cuando murió mi abuela, muchos años más tarde, sentí un estremecimiento que me alejó por completo de esa esfera. No quería tener nada que ver con la muerte, a la que no entendía ni quería entender – "que tus ojitos jamás se hubieran cerrado nunca y estar mirándolos", decía mentalmente a mi abuela lo que cantaba Juan Gabriel–.
Aquella nueva partida era un eco de la de mi abuelo, mi primer vistazo a la muerte, pero esta vez le cerré la puerta por completo. Y pasó muchos años fuera de mi vida. Aunque ella tiene su modo de entrar, como un gato que maúlla en la ventana. El cuerpo siempre se está preparando para morir, escribió John Berger, "la muerte y el tiempo siempre estuvieron en alianza".
Escribiendo tantas veces sobre la muerte de desconocidos por un año, finalmente, me reconcilié con ella. De pronto un obituario era más que enumerar obras: era dibujar una vida y convertirla en tierra fértil. Un jardín privado, un panteón iluminado.
Sin ningún cinismo, era posible hacer de esas muertes algo feliz: un momento para abrir puertas y ventanas a sus vidas, invitar a todo el mundo a que conocieran la misma felicidad que me dio su arte.
Luego de muchos años, mi abuelo dejó de ser el árbol antiguo y venerado para convertirse en un manojo de semillas dentro de lo que soy, muchas de las cuales todavía no han germinado.
A mi muerte, quizá nadie escriba un obituario pero sí lo piense. Porque sí, algún día moriré. Lo acepto.
Y por ahora, diría a mi abuelo y a mi abuela que siempre les tuve amor eterno e inolvidable, que "tarde o temprano estaré contigo para seguir amándonos".
Para Ale R.