El recuerdo más antiguo que tengo de la Librería Universal es este: hace poco más de dos décadas, mis padres me llevaron a la sucursal que yace en una esquina cercana al Parque Metropolitano La Sabana. Allí pasé lo que en mi memoria se sienten, todavía, como horas; armé y desarmé bloques de Lego, probé carros y patinetas, jugué a mis anchas con las posibilidades: un vasto paraíso para niños de clase media.
Cuando yo tenía 5 años y mis padres me llevaron por primera vez a la Librería Universal, don Eugenio Vargas ya llevaba una vida entera de trabajar allí. No es hiperbólico decirlo: un año después de que yo naciera, este hombre ya había recibido su pensión. No que ello le alejara de su oficina ni de sus labores. Es una cuestión casi darwinista: ambos, tienda y hombre, han evolucionado juntos desde tiempos añejos.
La prueba está en los números: don Eugenio Vargas tiene 89 años de vida, los mismos que en el 2015 cumple la Universal.
***
Las mayores historias brotan, por lo general, de los más modestos orígenes. La de don Eugenio es ciertamente una historia de épica que comenzó en 1926. A Vargas le correspondió una familia numerosa, que encontró hogar en una zona del centro de San José, cerca del Hospital San Juan de Dios. Acudió a la primaria en dos centros distintos: primero, la Buenaventura Corrales; más tarde, a la Juan Rafael Mora. Pese a su buena voluntad para los estudios, su preparación académica se acabó –de momento– ahí.
Las posibilidades de cursar secundaria eran, por aquellos años, escasas y complejas. A la familia Vargas le urgía que le metieran un hombro, algún soporte para que todos los habitantes de la casa pudieran sobrevivir. Él, el mayor de ocho hermanos, era el candidato natural para sumarse a la fuerza laboral de su padre. “Trabajé en el Mercado Central. Zarandeaba maíz y jalaba sacos”, recuerda. Tenía 12 años.
Eran épocas convulsas. San José todavía no extendía los brazos ni se ahogaba en su propio humo y su propia inoperancia. La ciudad era un centro de actividad, sí, pero no de caos. En cualquier caso, la escasez provocada por la Segunda Guerra Mundial era notoria y, por ello, el colegio no fue una posibilidad para el niño Eugenio.
Con el tiempo, cambió de empleador pero no de oficio: tareas menores en el Mercado es lo mismo que tareas menores en la estación del tren al Pacífico. Si la fe mueve montañas, la frustración mueve al hombre: Eugenio habló con su padre, su padre habló con el comerciante español José Cano, y Cano sirvió de puente entre Eugenio y las posibilidades: le consiguió una entrevista en la Librería Universal.
10 metros de frente por 15 de fondo, en el corazón de la ciudad, justo enfrente de donde está la actual versión de cinco pisos. Formar parte del negocio de la familia Federspiel, encabezada por el patriarca Carlos, fundador de la tienda, era un sueño para don Eugenio. También había otras razones para buscar un mejor empleo: el deseo de casarse.
Aunque comenzó barriendo y limpiando, su don de gentes con la clientela pronto le permitió escalar peldaños en el organigrama Universal. Un amigo suyo lo instó a sacar el bachillerato y don Eugenio siguió su instinto más básico: “uno en esta vida tiene que prepararse para estar al mismo nivel que los demás”. Que alguien le diga a don Eugenio que las ganas no sirven de nada: su mero empeño pronto lo colocó en su parte favorita de la tienda, las ventanas. Eugenio Vargas, diseñador de ventanas, cómo le va.
***
Don Eugenio bien podría ser el abuelito que todo ser humano merece. Camina despacio, apoyado en un bastón, pero su espíritu nunca tropieza. Habla con una voz profunda que le otorga pinta de viejo marinero; en sus ojos se atisban viajes a tierras extrañas: el país de las memorias. Conversamos durante hora y media, en una pequeña oficina en el segundo piso de la Universal de La Sabana, la misma que él, ya pensionado, ayudó a levantar.
Fue la primera sede que la Universal tuvo además de la central. En la pequeña oficina –que no es la suya; esa está en el Paseo Colón, en la sede administrativa del grupo Universal– hay fotografías de niños, figuras religiosas y un retrato de Hubert Federspiel, el hijo de Carlos, quien en 1991 le pidió a don Eugenio que no se fuera, que se quedara, que le ayudara a expandir el legado de la tienda por el país. Don Eugenio dijo que sí, con mucho gusto.
Cada 30 minutos, don Eugenio se disculpa: me pide unos minutos para descansar y tal vez ir al baño. Observa con curiosidad la cámara fotográfica y recuerda cuando la Universal lo envió a México a instruirse en distintas áreas, en cuenta la fotografía, el diseño y la decoración, que le permitieron destacarse en su labor; las altas paredes blancas del food court que se ubica en el cuarto piso de la sede central de la Universal están decoradas con enormes reproducciones de fotografías viejas, varias de ellas capturadas por él.
Le pregunto si imagina su vida sin la Universal y don Eugenio hace lo que hacen los abuelitos: me responde con una historia. Dice que, no hace mucho, le comentó a Roberto Fiederspiel, actual cabeza del grupo Universal junto a su hermano Carlos, que se sentía cansado, que tal vez era hora de dejar las labores y colgar el lapicero. “Don Eugenio”, le respondió Fiederspiel, “jamás. Si usted deja de venir, se muere”.
De la Universal recuerdo juguetes, bloques de Lego y el carro de mi papá conduciendo hasta La Sabana, sede del paraíso terrenal para mis cinco años. Don Eugenio, en cambio, de La Universal recuerda todo. Tienda y hombre, uno solo hasta el infinito.