No fue un jugador genial, pero sí extraordinario, de esos que dejan huella en la afición; afición que, en su caso, fue la de un solo club: el Atlético de Madrid, el Atleti . Aunque jugó en varios clubes, este fue su equipo, en el que militó por 10 temporadas y en el que se retiró, a una edad que, para la época, podía considerarse provecta. Comenzó jugando en el viejo Stadium Metropolitano, estrenó el nuevo estadio Manzanares y terminó jugando en ese mismo recinto, que se llamaba ya, como ahora, Vicente Calderón.
El mismo Vicente Calderón que, como presidente del club, lo convirtió, por decreto, en entrenador del equipo del que era capitán, y pasó de ser compañero a ser jefe de sus compañeros. Así, sin más, en una época en la que no se requería tanto estudio y tanta acreditación para dirigir un equipo de fútbol. Aunque fue también entrenador de varios clubes, la mitad de su prolongada carrera la dedicó a entrenar a ese mismo club, algo que hizo en tres ocasiones, para un total de más de 15 años, que lo convirtieron en el entrenador más exitoso en la historia de su club en materia de títulos.
Como entrenador mostró, en todo su esplendor, su carácter adusto de castellano recio, manejando los equipos con mano de seda en guante de hierro. Tremendamente exigente e impaciente, trataba a sus jugadores de “usted” hasta cuando los carajeaba, que era a menudo. Pero los defendía a capa y espada ante periodistas, presidentes, directivas y hasta la afición.
Su momento de gloria le llegó en el 2004 cuando la Federación Española de Fútbol lo nombró seleccionador nacional. Fue políticamente incorrecto hasta las cachas y protagonizó incidentes memorables.
Salió a relucir su presunto racismo, al comparar a un centrocampista con un jugador negro, una bronca que le salió carísima a la Federación Española. También su falta de diplomacia, al negarse a que le entregaran un ramo de flores, a él, a quien no le cabía el bigote de un camarón en el culo (sic). También su actitud de “aquí mando yo”, con la que, contra todo y contra todos, decidió dejar fuera a Raúl, niño mimado de la afición española (y figura señera de su eterno rival).
Decidió también renunciar para siempre a la “furia española”, cada vez menos furiosa y más estéril. Apostó por la calidad individual y el juego de conjunto, el dominio de la pelota y el desgaste del rival, y elevó el tiki-tak a a categoría de arte. Dio inicio, así, a la década más gloriosa del fútbol español. Ganó la Eurocopa de selecciones del 2008 y se fue con un “ahí queda eso”. Demostró que tenía razón y se ganó el apodo de el sabio de Hortaleza.
No supo, o no quiso, retirarse entonces, y lo intentó, una vez más, entrenando al único club no español que entrenaría en su vida..., y no le fue bien.
Enfrentó después el último partido de su vida, ese que jugó contra la enfermedad que lo consumió hasta la extinción. Le ganó la leucemia, esa de la que dijo: “A mí me viene el cáncer ese y voy a por él y le gano”. Perdió el partido. Murió sin ver, afortunadamente, el naufragio de su estilo de fútbol, diez años después del inicio de su periplo. “Eterno” lo declaró su afición. Al componer el himno del centenario del club colchonero, lo incluyó, para la posteridad, en su enumeración de viejas glorias, Joaquin Sabina. Para ello, recurrió al apodo que esa misma afición, esa barra proletaria y “canalla”, sin paciencia para la metáfora, le concedió: Zapatones.
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