Redacción
Jacques Rivette era un hombre hecho de cine. "Lo que importa es el punto en el cual el filme ya no tiene un autor, ni siquiera una historia, ni sujeto, no le queda nada excepto el filme mismo hablando y diciendo algo que no puede ser traducido", declaró el cineasta, fallecido este viernes a los 87 años.
Luz, movimiento, cuerpos en el encuadre: eso era todo. Si bien nunca fue tan famoso como otros directores de su era –la nueva ola francesa–, Rivette acuñó un estilo personal concentrado en la reflexión, el flujo del tiempo y la mutabilidad de las historias. Sin que sean películas fáciles de seguir y apreciar, revelan los placeres de hacer y ver cine. Uno de los mejores ejemplos de este acercamiento es La belle noiseuse (La bella mentirosa, 1991).
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En la película, de casi cuatro horas, un pintor interpretado por Michel Piccoli convence a una joven (Emmanuelle Béart) y batalla por retratarla para un cuadro largamente abandonado. Con una paciencia exigente e inusitada, acompañamos el proceso de creación del arte apegados a la mano del pintor, que se desliza sobre el lienzo, duda, explora la tela.
Así como en la pintura, Rivette llevaba al máximo detenimiento el estira y encoge de la imagen, compleja como un lenguaje cuyas estructuras podían desentrañarse (y desmontarse) siempre de novedosas maneras. ¿De dónde provenían aquellas ganas de romper con formas preestablecidas de entender el cine?
En 1953, Jacques Pierre Louis Rivette (nacido en 1928) se sumó a un equipo estelar de críticos que tomó la revista especializada Cahiers du Cinéma, dirigida por el influyente teórico André Bazin. En aquellas épocas, los críticos que se ponían allí en la vanguardia del pensamiento sobre cine incluían a François Truffaut, Éric Rohmer, Jean-Luc Godard y Claude Chabrol.
Al filo de los años 60, aquella generación milagrosa se convertiría en una cohorte de directores dispuesta a revolucionar el cine y liberarlo de las ataduras de la tradición. Esa fue la Nouvelle Vague, la primera gran marejada de renovación que, en los años 60, transformó las formas de hacer y entender el cine. Rivette quería empujar a Cahiers du Cinéma en una dirección más política, más arriesgada, que la que prefería Rohmer, editor hasta 1963.
Así, al frente de la revista, Rivette tuvo oportunidad de explorar temas que había tocado en su ópera prima, el primer largometraje que se empezó a filmar de la nueva ola, en 1958 (aunque completado hasta más de dos años después, con cinta sobrante de las películas de los otros).
La trama de París nos pertenece se centra en un grupo de intérpretes que ensayan para un montaje de Pericles, Príncipe de Tiro, una obra de William Shakespeare que nunca montan. Errática, divagante, enérgica y furiosa, la película muestra también a una juventud desencantada, la que haría de los años 60 la era de la revolución.
Presentar esa película a un público ansioso de innovación le mostró el camino que debían seguir su cine y Cahiers du Cinéma. En su historia de la revista, Emilie Bickerton recogió la anécdota de cómo Rivette se percató de ello. "Más tarde, describiría cómo la experiencia de ver su París nos pertenece en una sala llena en 1960 había cambiado sus nociones de la crítica cinematográfica: debía de considerar el contexto en el cual se hacían y se veían las películas. El acercamiento cinéfilo, demasiado enamorado de la pantalla, lo impedía", escribe Bickerton.
Claro está, este acercamiento a la confrontación social y cultural con el cine rompía con una tradición historicista de la crítica de cine, que veía los filmes aislados entre sí y sin considerar cómo eran vistos, leídos por la audiencia.
Al final, sin embargo, el puro disfrute de narrar en imágenes es lo que predomina. Céline y Julie van en barco (1974), una excursión de cinco horas con dos jóvenes que viven en su imaginación, se deleita en el puro placer de inventar. El arte y la vida, como en La bella mentirosa, son una sola cosa: un estado por el que se fluye, capturado por la cámara, a la vez que inventado por ella. ¿Se imaginan Céline y Julie la casa misteriosa en la que viven? ¿Dónde reside el encanto de sus historias entrelazadas?
A lo largo de más de 40 obras, Rivette entrelazó la improvisación y la honda reflexión, los azares de la imagen con los de la narración. Provocando la improvisación y dejando que cada filme fluyese dentro de sí mismo, permitía la difuminación de la idea del "autor", enfatizando el carácter colaborativo del cine. El cine, en la pantalla y frente a ella, nos pertenece.