Hay dos verdades inconcusas: 1) la vida es bella, 2) nunca tenemos suficientes paraguas. Como algunos gobernantes en el final de su mandato, la verdad n.° 2 se sostiene por sí misma; insistir en ella sería llover sobre mojado.
El paraguas más caro de la historia es el paraguas nuclear, que promete mucho, sí, pero que tiene el problema de que tal vez lo hayamos olvidado en un taxi cuando empiece la guerra atómica, y no es recomendable salir a comprar otro cuando lluevan neutrones.
¿Por qué será que el paraguas siempre se nos queda en casa cuando nos llueven las críticas?
Los más sonoros son Los paraguas de Cherburgo pues viven en una hermosa cinta de Jacques Demy. En ella, todos cantan muy bien ya que –parece– Thalía se fue entonces a filmar otra película.
Los vanidosos nunca abren los paraguas pues les hacen sombra. Es muy cierto que, cuando llueve, todos se mojan, sobre todo los pobres, quienes siempre están más cerca de la puerta.
El paraguas nos da motivos para escribir un breve ensayo que, como aquel, se llevará el viento.
Por su insistente ausencia, porque los olvidamos en todas partes cual si fuesen promesas de elecciones, es bueno invertir en la compra paranoica de paraguas, pero no en esos que duran menos que una lluvia.
Pese a todo, los economistas suponen que las mejores inversiones se hacen en bienes raíces, aunque, para escogerlas, convienen los consejos de los jardineros. También es recomendable invertir en obras artísticas, como las pinturas de Miguel Ángel. Comprar su fresco de la capilla Sixtina es ideal, pero tal vez haya luego algunos problemas con el traslado.
El colmo del artista callejero es salir a pintar graffiti en los muros de Facebook.
El paraguas es un bote puesto al revés porque el agua está arriba. ¿Se hundirá el paraguas si navegamos sobre él? Esta pregunta no es ociosa, y algo así se planteó el ilustre Galileo Galilei en 1612 en una cena que ofreció el gran duque de la Toscana a Galileo y a filósofos aristotélicos, con quienes Galileo intercambiaba odios que dan para hacer telenovelas.
Aquellos postulaban que una fina placa de madera no se hunde ya que su extensa superficie no puede “abrir” el agua, mas Galileo postuló otra cosa: no se hunde pues sus bordes actúan como ínfimos ganchos que se agarran de la superficie del agua (lo que hoy llamamos “tensión superficial”).
La superficie del agua ofrece una resistencia extra, como la de un mantel sobre una mesa. En esa noche, Galileo pasó un dedo por los bordes de una placa de madera, destruyó los “ganchos”, y la placa a se hundió: triunfo de la práctica sobre la fantasía. Galileo hundió peligrosamente otros mitos de la escolástica, y esta siguió el curso de las placas de madera.