En la cinematografía japonesa es común el retrato de vida de una familia o pareja en cualquiera de sus instancias vitales. Se trata de un cine con un sello muy personal y reflexivo que se ha mantenido a lo largo de los años.
La relación entre padres e hijos y la muerte que separa a la familia son temas recurrentes en estos filmes, sean gendaigeki , cuya acción transcurre en la sociedad contemporánea, o jidaigeki , películas de época, principalmente del periodo Edo (1600-1867).
Las tragedias sufridas a lo largo de su historia incrementaron la fijación nipona con la muerte. Entre ellas, el terremoto de Kanto de 1923, que dejó más de 100.000 muertos, y los ataques contra Hiroshima y Nagasaki en la Segunda Guerra Mundial.
Grandes figuras
Tras la guerra, con la intervención estadounidense, se da una mayor occidentalización en las técnicas de filmación de las que se aprovechan principalmente Yasujiro Ozu y Akira Kurosawa, fervientes admiradores del cine de John Ford. Kenji Mizoguchi, el otro gran autor clásico, había mostrado interés por la literatura occidental, por lo que adaptó obras de Eugene O’Neill y León Tolstói en sus primeros trabajos.
Cada uno de estos directores creó un lenguaje cinematográfico en el que aprovecharon las innovaciones tecnológicas extranjeras y la literatura occidental, pero conservando un profundo estilo japonés, que se refleja en las tradiciones, vestuario y dirección de arte de sus filmes.
Su cine humanista y de crítica social muestra las diferencias de clases sociales, los conflictos morales por el cambio de mentalidad y el papel de la familia en los ciclos de vida y muerte.
Akira Kurosawa filmó la extraordinaria Ikiru (1952), en la que un anciano burócrata (Takashi Shimura) recapacita sobre lo que ha hecho con su vida al enterarse de que tiene cáncer. La película muestra, como pocas veces antes, la vida bohemia japonesa en contraste con la de aquellas familias menos favorecidas.
Kurosawa volvería sobre el tema del legado en Rapsodia en agosto (1991), reflexión sobre el holocausto nuclear que pretendía trazar un puente entre el pasado y el presente.
Mizoguchi se centró en el papel de la mujer en la sociedad, principalmente el de las prostitutas. Sus personajes están constantemente separados por alguna tragedia o se debaten entre ideas tradicionales y modernas.
Yasujiro Ozu, sin embargo, fue quien más ahondaría en el tema familiar. Solía tener colaboradores fijos y un grupo de actores que lo acompañó en sus filmes más trascendentales.
Aunque admirador del cine estadounidense, siempre detestó el exceso de melodrama, razón por la que hizo de la elipsis un sello personal, con el que evitaba mostrar las situaciones más dramáticas. En sus palabras: “intentaba retratar el ciclo de la vida. No estaba interesado en la acción por sí misma”.
En sus obras de posguerra las relaciones familiares cobran una mayor relevancia; Ozu explora la soledad intrínseca a los cambios debido al matrimonio, vejez o muerte. En Primavera tardía (1949) es una hija quien cuida de su padre y está pronta a casarse; en El comienzo del verano (1951), una familia convencional se ve incomodada por la negativa de la hija mayor a buscar esposo. En Otoño tardío (1960), una viuda cría a su hija mientras los amigos del difunto les buscan cónyuges. Y en El sabor del sake (1962), un hombre viudo insiste en casar a su hija, tras lo cual se sume en el alcoholismo y la soledad.
Su película más reconocida es la emblemática Cuentos de Tokio (1953). Muestra una conmovedora historia de una pareja de ancianos que se traslada desde su pueblo hasta Tokio para visitar a sus hijos. El viaje resulta amargo y nostálgico por el desinterés de los hijos y nietos, quienes están más preocupados por el dinero y por sí mismos.
Kazuo Inoue en su documental I lived, but… ( 1983) explica que Cuentos de Tokio “trata sobre la disolución de la familia. El tema era nuevo y verdadero, y Ozu nunca fue más refinado”. Esa división generacional que Ozu vaticinaba se iba a acrecentar conforme Japón se recuperaba de la guerra y se convertía en potencia económica mundial.
La muerte
En la actualidad, la muerte sigue presente en la cultura no solo como un acto natural, sino como un acto forzado. Los decesos por suicidio no son extraños en un país en el que el sepukko , suicidio ritual, era considerado un acto honorable hasta su prohibición en 1873. Según la BBC, para el 2013 se contabilizaron 27.283 suicidios, casi 75 por día, y se considera la primera causa de muerte entre los 15 y 34 años.
Esto ha inspirado otro tipo de películas: históricas como 47 Ronin (Hiroshi Inagaki, 1962), ficticias como El club del suicidio (Sion Sono, 2001) y fantásticas como Dark Water (Hideo Nakata, 2002) y La maldición (Takashi Shimizu, 2002), en las que se revela un drama familiar como motivo ulterior.
Hollywood tampoco ha estado ajeno a esta tendencia: el famoso bosque Aokigahara, sitio preferido por decenas para quitarse la vida, inspiró las películas The sea of tres (Gus Van Sant, 2015) y The forest (Jason Zada, 2016).
El legado de Ozu sigue presente en el cine de Hirokazu Kore-eda, quien emula los planos contemplativos de aquel, pero en el contexto actual de Japón. Sus películas Nadie sabe (2004), Still walking (2008) y De tal padre, tal hijo (2013), retoman el tema de las relaciones parentales.
Despedida
La emotiva Violines en el cielo (2008), de Yojiro Takita, se une a la larga tradición de filmes japoneses que exploran la relación entre vida y muerte a partir del trabajo fortuito que adquiere el joven Daigo como nôkan : ritual funerario en el que se limpia el cuerpo de un difunto para que sus seres queridos lo despidan.
El trabajar con muertos provoca el rechazo de su esposa y un amigo de la infancia, debido a la creencia sintoísta de quedar “manchado”, una de las faltas más graves en esa tradición religiosa.
El filme de Takita yuxtapone el dolor y la tragedia con el humor. Las transiciones de escenas también evidencian los cambios de estaciones, indicando el irrefrenable ciclo de vida y muerte al que todos tienen que someterse y que Sasaki, jefe de Daigo, recuerda insistentemente.
La naturaleza está presente en todo el relato: montañas, ríos y colinas que embellecen la composición; árboles, flores y animales que marcan el fluir del tiempo; el agua de los baños tradicionales que limpia el cuerpo y el fuego del incinerador que acompaña a la señora Tsuyako al más allá. Sin embargo, son las piedras las que tienen mayor significado, en especial para que el protagonista se reencuentre con su padre y le perdone. Así se inicia un nuevo ciclo con su futuro hijo.
El filme de Takita se aleja del formalismo clásico del cine de Ozu, aunque su interés por mostrar de forma natural el final de la vida y sus repercusiones a nivel familiar, es un legado de Japón para el mundo.