“De mi abuelo me acuerdo muy poco. Él falleció en el 2007 y yo tenía más o menos seis años. Mi recuerdo más claro es el de la cena que hacíamos los viernes aquí, en la casa de Tito y Tita, de mis abuelos. Esa cena es parte del Shabbat, el día de descanso de nuestra religión judía. Él se sentaba, contaba chistes y entre todos vacilábamos mucho. La imagen más vívida que tengo de él es verlo allí, sentado en esa silla que está ahí. Recuerdo que en esa silla me abrazó”.
Dan Hartman habla como si tuviera muchos más que los 16 años que ha pasado vivo en este mundo, quizás porque eso –su nacimiento, su vida– estuvo a punto de no suceder.
Para entender la razón por la que Dan está vivo, habría que devolverse hasta mucho antes que su nacimiento, en los inicios del siglo XXI. Habría, en cambio, que rebobinar hasta uno de los períodos más oscuros de la historia humana.
Habría que pensar en el Holocausto Judío, a manos del régimen alemán Nazi, durante la Segunda Guerra Mundial.
El abuelo
Durante la guerra, Carlos Blau no tuvo nombre. Tenía un número: 84445. Tampoco tenía posesiones más que un uniforme a rayas que no podía quitarse nunca salvo durante el único baño al que tenía derecho cada dos semanas.
Durante la cacería de judíos que llevó a cabo el régimen nazi, Carlos Blau compró tuvo cartón lleno para encontrar la muerte, pero la muerte nunca lo encontró a él. Aunque lo intentó. La muerte rondó en la vida de Carlos Blau desde su primer respiro en este mundo.
“Tenía unas horas de haber nacido yo, el único hombre de los hijos de mis padres, que ya tenían tres niñas, cuando llamaron a mi papá para avisarle de la terrible noticia. Enterraron a mi abuelo un día después de mi nacimiento. Lo mataron unos bandidos para robarle”, contó Blau en su libro Del Holocausto a Costa Rica , escrito con la ayuda de Camilo Rodríguez.
Blau creció junto a sus hermanas en Cracovia, ciudad polaca que fue ocupada por la Alemania nazi en setiembre de 1939. Desde ese momento, la vida de los Blau –y de los tres millones de judíos en Polonia– se convirtió en un tormento.
Con el ingreso de las tropas alemanas a la ciudad, comenzaron también los maltratos y humillaciones públicas. “Atraparon a muchos judíos ortodoxos, con barba y patillas. Los agarraban en la calle, les cortaban las barbas, los maltrataban”, cuenta el libro de Blau.
La cacería evolucionó a cosas peores. En 1941, los judíos fueron desterrados de sus casas y movilizados a un gueto, donde se les mantuvo encerrados, obligándolos a cumplir con trabajos forzosos y sometiéndolos a humillaciones constantes.
En el gueto no existían casas, solamente apartamentos en malas condiciones y sobrepoblados: unas cuatro o cinco personas en un cuarto. Familias enteras reducidas, por su religión, a vivir en espacios ínfimos.
“Aún bajo esas condiciones”, contó Blau, “seguíamos trabajando”.
Así llegó al hospital del guetto. Así conoció a Tadeusz Pankiewicz.
El Justo
Polonia era un mal lugar para ser judío, pero para un farmaceuta católico como Tadeusz Pankiewicz podía representar, incluso, una oportunidad. Su negocio era la farmacia Apteka Pod Orlem (Farmacia del Águila), que su padre había abierto en 1910 –cuando él tenía solo dos años de nacido– y que luego él mismo heredó.
Cuando los nazis crearon el gueto de Cracovia, justo en la zona donde estaba ubicada la farmacia, Pankiewicz sobornó a las autoridades para que le permitieran permanecer en la zona y hacer negocio. Los alemanes lo permitieron, sin saber que al hacerlo estaban salvando la vida de miles de personas.
La farmacia se convirtió en un centro de información para los judíos. Pankiewicz también les daba medicamentos que salvaban vidas; al hacerlo, se ponía en riesgo pues no tenía permiso de entregar medicinas a los habitantes del gueto.
Pankiewicz también ocultó a muchísimos judíos cuando los nazis comenzaron a trasladarlos del gueto a los campos de concentración, donde una aplastante mayoría encontraría la muerte, fuera en cámaras de gas o asfixiados en los trenes sobrepoblados o por simple capricho de los oficiales del régimen.
La tía abuela
El 14 de marzo de 1941, la muerte volvió a aparecer en la vida de Carlos Blau. Ese día, él, sus padres y su hermana Rosalía –quien era doctora– salieron a la plaza del gueto, por orden de los nazis. De pronto, un grupo de gente se acercó a Rosalía para avisarle que una colega y amiga suya, en un intento de escapar del gueto a través de una alcantarilla, se había fracturado una pierna.
Rosalía debía encargarse de la cirugía y de salvarle la vida. Desobedeciendo a los nazis, se dirigió al hospital, donde su amiga le rogaba que no la dejara sola, porque tenía un mal presentimiento. “El corazón de mi hermana era tan grande que mandó a decir que se quedaba en el hospital. Nunca más la volví a ver”, escribió Blau.
Al día siguiente, aparecieron en el gueto carretas cargadas con cuerpos sin vida. Los alemanes habían llegado a matar a todas las personas que se quedaron en el hospital, enfermos y enfermeros por igual.
“Luego de tirarlos a una fosa, les echaron un poco de tierra, para seguir botando más cadáveres encima. A mi hermana no la vi muerta, pero sé que ahí venía”.
El bisabuelo
La muerte de Rosalía destrozó a la madre de la familia Blau, quien pronto falleció en el hospital.
Pronto, los judíos fueron despachados del gueto y enviados a campos de concentración. Las otras dos hermanas de Carlos fueron enviadas a Auschwitz, quizás el más famoso de todos. “Allí llevaban a la gente a matarla”.
Carlos permaneció al lado de su padre, Neftalí. Juntos se apoyaron para soportar la tristeza y el sufrimiento de la vida en los campos, de la esclavitud a manos de los nazis, de las torturas y del constante hedor a muerte.
Cuando la guerra terminó y llegaron los aliados a liberar los campos, lo que encontraron, diría Blau, “ya no eran personas. Eran huesos, sin nada; les habían quitado todo, incluso su personalidad”.
La respuesta de los soldados aliados fue darles un montón de comida: raciones, chocolates, cuanto tuvieran a disposición. Fue un festín, pero Neftalí tuvo sus reservas. “No se atiborre, coma poquito”. Era contraintuitivo: Neftalí le pedía a su hijo que contuviera las ansias de acabar con el hambre que había acumulado durante cuatro años. El tiempo, empero, le dio la razón.
Mucha gente murió por haber comido tanto, sus cuerpos no preparados para digerir comidas grasosas, comidas pesadas, comida en general.
El consejo de Neftalí salvó la vida de Carlos Blau, un recordatorio perenne de que, incluso en momentos de necesidad, la gula solo conduce a la perdición.
El presente
En 1983, Yad Vashem –la institución oficial israelí que conmemora a las víctimas del Holocausto– declaró a Tadeusz Pankiewicz como Justo entre las Naciones, un título que reconoce a personas que pusieron en riesgo su vida para salvar a judíos durante el Holocausto sin pedir nada a cambio.
Decenas de sobrevivientes dieron testimonios de las desinteresadas acciones de Pankiewicz. “Uno de los testigos que declaró fue Carlos Blau, también conocido como Tito, mi Tito”, escribió, muchos años después, en el 2016, Dan Hartman.
Así es como se unen todas estas historias: en el ensayo que un muchacho costarricense escribió como una tarea de colegio, en la que se le pidió destacar la vida de algún Justo entre las Naciones para honrarlo en nombre de la comunidad judía en Costa Rica.
“Entre mis papás y yo nos dimos cuenta de que podía escribir sobre el Justo que salvó a mi familia”, dijo Dan. Pankiewicz “no solo dio migajas de pan y salvó a personas, rescató generaciones enteras, personas que lograron sobrevivir la guerra y formas una familia, familias judías que permitieron la continuidad del pueblo judío. Un buen ejemplo es mi abuelo, que gracias a Pankiewicz sobrevivió y formó una familia aquí, en Costa Rica”.
Es complicado pensar que, de no haber sido por un farmaceuta polaco que hizo lo correcto, Dan Hartman no tendría ahora 16 años; de hecho, no estaría vivo del todo. Es más complicado aún pensar que cuando Carlos Blau sobrevivió, la historia de seis millones de personas se acabó por culpa del odio.
Para Dan, la mejor manera de pagar la deuda con quienes permitieron que su abuelo y otros más sobrevivieran es “recordarlos, pasar su historia de generación en generación. Que nuestros hijos escuchen sus nombres y le tengan respeto, porque respeto es lo mínimo que les podemos dar”.
De su abuelo, si pudiera volver a verlo, lo único que quisiera es escucharlo reír una vez más.