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Al final de la cuarentena (y no me refiero al período preventivo contra una epidemia impuesto, sobre todo, a los barcos mercantes de la Europa medieval del siglo XIV, sino al inminente dato cronológico de que mis cinco décadas pronto llegarán), esbozo una sonrisa de ironía al recordar que solía sentirme viejo cuando tenía diecinueve, y que, a los seis años, me rompieron mi lonchera de lata de Juan Salvador Gaviota en la cabeza porque, al parecer, a nadie le gustó mi disertación acerca de los Hermanos Karamazov, de Dostoyevski.