Cualquier persona que tenga un puesto de trabajo está metida en un triángulo. Primero, tiene una tarea por desarrollar. Segundo, tiene que establecer relaciones para poder realizar esa tarea. Y tercero, tiene unos sentimientos sobre esa tarea y sobre esas relaciones. Para ser feliz en un empleo, hay que tener lo que se requiere para desempeñar la tarea bien. El primer violinista de una orquesta sinfónica tiene resuelta esa parte.
Pero además, para la felicidad en el trabajo, se requiere establecer unas relaciones. Se puede ser muy habilidoso para el puesto, pero tener grandes dificultades para relacionarse con otras personas, para recibir o entregar información, materiales o resultados. Además, hay que tener unos sentimientos agradables, tanto sobre la tarea, como sobre las relaciones. Si alguien siente menosprecio por lo que hace, no podrá ser feliz. Si tiene sentimientos negativos –resentimiento, irritación, malestar– con su jefe, sus compañeros, o sus colaboradores, tampoco será feliz.
Hay tareas desagradables o peligrosas y es comprensible que tengamos sobre ellas un sentimiento de malestar. Pero, ¿qué pasa si no son desagradables, sino que las percibimos así, por ejemplo, porque se tiene el mal hábito de mirar muchas cosas como desagradables sin que realmente lo sean? O, ¿si no son peligrosas, pero nuestro temor las hace ver como tales?
Los sentimientos que tenemos, dan lugar a nuestro comportamiento. Nadie que considere una tarea como desagradable la va a ejecutar alegre o creativamente. Nadie que sienta que sus compañeros son hostiles, va a trabajar constructivamente con ellos, aunque, en realidad, no lo sean.
Cuando hablamos de ineficiencia; esto es, de personas que no producen los resultados que se espera de ellas, estamos hablando de un problema que puede tener muchas causas, las cuales quedan señaladas arriba. Un desempeño entusiasta no se logra solo con buenas remuneraciones, con arengas de los jefes o con cartelitos motivadores pegados en la pared.