Se ha informado que el barrio chino no ha funcionado como se esperaba ( La Nación 13 de mayo 2013).
Las oficinas públicas no son gabinetes científicos. Ni centros de creatividad. Las demandas de acción llevan a resolver los asuntos de manera razonable en un tiempo razonable.
Pero conviene que cuando algo no sale como se esperaba, se haga un esfuerzo por aprender del evento.
Nada garantiza que si se siguen algunas buenas prácticas que siguen los científicos, se va a llegar a los resultados esperados. Pero si no se las aplica, estamos tentando al destino. Lo mismo ocurre con la arrogancia. Decidamos con arrogancia, sin consultar o contra la opinión generalizada y estaremos convocando el desastre.
El científico busca una verdad. El administrador público tiene por responsabilidad construir crear, producir, resolver. Para ambos, la realidad es la que es. El científico la interroga; observa y experimenta, lo cual son formas de interrogarla. Busca hechos; formula hipótesis. Quien intenta resolver un problema o producir algo, debe hacer lo mismo. En el caso del barrio chino, no se trataba de resolver un problema, sino de producir una modificación de la realidad. ¿Se la interrogó razonablemente? ¿Con cuáles instrumentos? ¿O se procedió por arranques, corazonadas o capricho?
No quiero jugar de profeta al revés. Más me interesa que el señor alcalde incorpore aprendizajes sobre los resultados de este proyecto. El cambio no se decreta. La realidad es compleja. Los elementos de la realidad están interconectados: trasladamos las paradas de buses y con ellas se ahuyentan los pasajeros que son los clientes del barrio, quienes espontáneamente reaccionan a los cambios sin esperar a ver el plano o el decreto.
La construcción de ese barrio chino es un excelente caso demostración de que no basta con tener la plata –que nunca es regalada porque no hay almuerzo gratis– y que hay que pensarlo dos veces antes de ir contra la opinión pública. Tal vez hasta aprendamos cómo no intentar refinar petróleo y cómo afinar el oído.