“El Señor, el Cristo, el Dios hecho hombre que fue condenado a morir en cruz”. Esta es la fe que parece ser una amenaza a la razón humana, la fe que movería a la exégesis confesional a huir hacia el oscurantismo y la intolerancia dogmática. En fin, la fe que parece esclavizar a las personas en el sinsentido existencial. No hay escape posible a estas acusaciones, porque han sido dictadas desde la cátedra del dogmatismo de la racionalidad. Sí, del dogmatismo que, bajo el prisma cínico del “yo tengo razón y ustedes no”, se niega a oír las razones de la esperanza de otros. Pero no nos engañemos, no es algo nuevo para los creyentes. Es algo tan viejo como la sociedad del siglo I dC, cuando los grandes filósofos romanos criticaban la “superstición cristiana”. Claro, ahora las acusaciones están matizadas bajo la pretensión de sublime superioridad que pretende tener la ilustración moderna.
Argumentos ideológicos. Para algunos la fe ha sido algo nefasto, es sinónimo de oscuridad, de irracionalidad, de incultura, de pecado. Las razones aducidas suelen indicar que la historia demuestra cuán inconsistente ha sido el cristianismo, como si las iglesias cristianas hubiésemos ocultado al mundo las incoherencias de las instituciones eclesiásticas. ¿Cómo se explica que la mayor fuente de conocimiento sobre la Iglesia, su jerarquía y sus acciones políticas sean los archivos eclesiásticos abiertos para la investigación científica? Quien quiere ocultar algo no deja que otros metan sus narices en lo que no conviene, a menos que no tenga miedo de reconocer sus errores.
La verdad es que los argumentos en contra de la fe y de la Iglesia como institución (adjetivada de retrógrada y de poco moderna) son ideológicos, no certezas inmutables canonizadas por el papado de la racionalidad. Sin embargo, es más fácil decir que los que estamos en la Iglesia somos dogmáticos (porque creemos en dogmas, que por lo demás han sido tratados y publicitados como invenciones pueriles, negando así el significado teológico de este concepto), mientras que los que no someten a la relativización sus presupuestos conceptuales se consideran los “liberales vanguardistas” de nuestra época. Nada extraño porque de nuevo la “racionalidad parcial” de una ideología se constituye en absoluto inviolable de cualquier pretensión de validez. Sin duda alguna, estamos delante de la negación del principio de cientificidad, es decir, del principio que afirma que una aseveración es científica solo cuando puede ser refutada (valga decir que el dogma no pretende ser una aseveración de ese tipo, sino una clarificación conceptual de lo que permitiría el ejercicio recto del pensar teológico, pero esto es una temática que no nos atiene ahora).
Confusión. La confusión se crea cuando se leen indiscriminadamente las afirmaciones oficiales de la Iglesia, encasilladas por sus detractores en el mismo saco de la “dogmaticidad”. Un simple novicio en las artes teológicas sabe diferenciar entre los documentos y pronunciamientos del Magisterio Eclesiástico, pero pretender –desde la cátedra de “la razón”– igualar toda afirmación magisterial de la Iglesia (si bien podría justificarse esta actitud por la crasa ignorancia de algunos responsables eclesiásticos, que parecen haber dormido en las clases de teología y de haber pasado sus exámenes por pura casualidad, y no por un conocimiento certero y adquirido de los conceptos teológicos básicos; esos clérigos destruyen muchas veces la intención misma de las afirmaciones magisteriales en sus prédicas, aunque so pretexto de buena voluntad) y encasillarlas en el título efímero de “dogma”, revela la negación de la posibilidad de diálogo y el prejuicio que intenta silenciar al disidente.
Fe y razón. La fe destruye la razón, se nos dice. Pero lo que ha sucedido en la historia es que muchas veces la fe ha empujado a utilizar la razón y a promover su recto uso. Cualquier historiador da cuenta de ello y los ejemplos sobran (¿por qué se enseña el pensamiento filosófico de tantos hombres de fe en las cátedras seculares de filosofía?), lástima que los ultrarracionales de hoy no gusten de la historiografía seria y se limiten a repetir o a construir, como en un mosaico imperfecto y lleno de espacios vacíos, leyendas pseudorracionales para satisfacer su propio ego y defender sus motivaciones antirreligiosas. La fe, no solo no ha sido dañina para la razón, mucha de la mejor educación del mundo es ofrecida por instituciones confesionales. ¿Cómo sería posible mantener, entonces, que la confesión creyente fomenta la idiotez? ¿No sería más bien esta afirmación signo de una grave enfermedad, de una epidemia generalizada, que podríamos llamar “estupidez”?
Carencia de rigor. No se puede discutir a nivel historiográfico con quien pretende haber resuelto los enigmas de la historia, aunque sus argumentos no se atengan a un riguroso examen de las fuentes históricas por medio de los métodos reconocidos para tal fin. Llamar hechos a reconstrucciones hipotéticas no es más que fantasear y confundir los procesos de reconstrucción histórica con motivaciones filosóficas previas. En otras palabras, rehuir una seria discusión historiográfica.
Por eso resultaría inútil ante semejantes interlocutores comenzar hilvanar fino en una tarea para nada simple y fácil como la reconstrucción histórica de los orígenes movimiento cristiano. No hay cientificidad cuando se han resuelto todos los enigmas de las fuentes por medio de una fábula que se dice así misma creíble; cuando en realidad se evidencia la complacencia en afirmar lo que no se puede probar por las fuentes.
¿Y la relación fe e historia? La fe siempre viene después de lo vivido y experimentado. La fe es el resultado de los procesos de significación que los seres humanos le han dado a su experiencia. Por eso la Iglesia ha afirmado con fuerza en su Magisterio que el método histórico crítico, la intelección del sentido literal de la Escrituras y la contextualización de la interpretación teológica (sea en su hermenéutica de lo acontecido como en su actualización moderna) son elementos esenciales de cualquier ejercicio teológico.
Si estos esfuerzos, hechos con total rigurosidad científica, son considerados vanos por quienes tienen intereses contrarios, llegamos a otra historia que hay que ubicar en el contexto de la lucha de ideas.
Pero, como resulta evidente, aceptar que esos procesos de intelección teológica están cimentados en la recta razón, significaría reconocer que los creyentes piensan y opinan con fundamento. Aceptar eso es imposible para muchos, pues caerían presa de las críticas de un grupo humano demasiado esnobista que se jacta de tener el monopolio de la racionalidad (un grupo tan nefasto como el de aquellos eclesiásticos que se pretenden salvaguarda de toda posible verdad para mantener incólume su afán de poder).
Creer en un Dios que se hace hombre y muere en la cruz, por otra parte, abre la mente a asumir nuevos desafíos, a generar procesos de autocrítica y de revisión institucional muy serios y profundos. El punto está en si queremos asumir el reto que hemos heredado de los apóstoles que convivieron con Jesús.