El Alto se encuentra a unos 4.000 metros de altura en el árido altiplano de los Andes en Bolivia. Una ciudad no planeada por los españoles. Fueron los aimaras los que la hicieron y hoy día es testimonio de valores humanos insólitos. Casi inexplicables.
Tiene un millón de habitantes y fue poblada por la inmigración de agricultores pobres y mineros sin trabajo. La población es abrumadoramente aimara pero ellos y los otros inmigrantes aportaron una extraña pasión por la ética de trabajo y una más extraña aún inclinación laissez-faire hacia los negocios.
La característica más prominente de El Alto es el enorme mercado abierto que cubre milla tras milla y que llena sus calles todos los domingos y jueves. Los miles de vendedores ofrecen toda clase de bienes, inclusive piernas y brazos para reparar Barbies rotas. Es una ciudad pobre pero todas las semanas se mercadean millones de dólares en bienes en un vacío total de intervención estatal en impuestos directos o regulaciones. Es más, no tiene, siquiera, oficinas públicas.
Más allá de ese mercado, hay miles de pequeños negocios, incluyendo algunos que importan sus insumos directamente del extranjero. Hay academias que dan cursos para aprender chino. Es una ciudad en un constante estado de construcción alimentado por el comercio. El Alto es el espíritu de Hong Kong en medio del altiplano.
El aeropuerto se construyó allí y las principales carreteras que conectan La Paz con el resto del país pasan por El Alto. Por eso ha adquirido y ejerce poder político y ha sido un baluarte de rebelión política.
A finales del siglo XVIII el líder aimara Tupac Katari se rebeló contra los colonialistas españoles asediando la capital de La Paz desde El Alto. En el 2003 se rebelaron contra el plan del gobierno de exportar gas natural y la rebelión, que se llamó la “Guerra del Gas”, forzó al entonces presidente, Gonzalo Sánchez, a huir al exilio. Apoyaron a Evo Morales pero cuando trató de aumentar los precios de la gasolina, bloquearon y paralizaron la capital y obligaron a Morales a retirar el impuesto. No son siervos menguados.
Las humildes casitas en el bajo de El Alto son de aspecto de cajoncitos rectangulares uno a la par del otro, por millas. Esta metrópoli adquiere una monotonía de color ladrillo, alterada, de vez en cuando, por una casita pintada con colores vivos y eléctricos, que patentiza el éxito económico de su dueño.
Sobre este enjambre de pobreza está lo que ellos llaman los “chalets”, flotando en el ambiente como un espejismo. Exhiben una loca combinación de materiales de construcción y motivos decorativos. Algunos de estos lujosos “chalets” tienen enormes diamantes incrustados en su fachada de estuco o leones de yeso o un cóndor posado en una verja de la terraza. Algunos parecen castillos. Otras son hasta de seis pisos. La mayoría tienen altas chimeneas.
Pero en El Alto, los chalets no son objeto de quejas por la “mala distribución de la riqueza”, ni hay envidias. No hay pesar por el bien ajeno. En lugar de despertar un resentimiento generalizado en ese bastión de rebelión política, la consecuencia es otra: el despliegue franco de riqueza es generalmente aceptado con admiración por sus habitantes. Está lejos de ser un bastión de la izquierda. Es una ilustración extraordinaria de una inusual mezcla de afectación izquierdista pero de recaudo capitalista. Siempre con la billetera en la derecha. Los chalets son como un rayo de esperanza para el futuro, en vez de una intolerable ostentación que aliena y desune.
Es una colmena de comercio, de pequeño centro manufacturero y de comercio internacional. Mario Durán, periodista de La Paz, la califica como “la capital del capitalismo... Hong Kong en medio del altiplano”.
Para Benjamin H. Kohl, profesor de la Universidad de Temple, “El Alto es, simultáneamente, la ciudad más revolucionaria en América Latina y al mismo tiempo la ciudad más neoliberal; la ciudad más individualista en toda América Latina”. Su experimento social es el bastión del futuro andino.