De todos los eventos que rodearon la inauguración del nuevo y bello Estadio Nacional, solo me interesó, y fue el único al que asistí, la Noche Sinfónica. Tenía mucha curiosidad de observar como un concierto, que generalmente se lleva a cabo en el Teatro Nacional, bajo normas más o menos tradicionales (ya no se exige saco y corbata) iba a resultar en un campo deportivo, con una acústica limitada o no existente, con la compañía de algunas estrellas que no apagaban por completo los fuertes reflectores.
El espectáculo tuvo, como me dijo mi amiga Rocío Jenkins, mucho de bueno, algo de malo y bastante de feo. Lo peor fue que los vendedores de pollo frito, de perros calientes y de refrescos gaseosos no esperaban algún intermedio, sino que pregonaban sus productos durante los mejores momentos musicales.
No hubo el silencio y el decoro que se espera en cualquier concierto, sino que muchos se saludaban desde lejos, caminaban por los pasillos cuando se les ocurría y a veces llamaban a gritos algún amigo o pariente que se asomaba en una esquina.
Hubo momentos, sin embargo, cuando la magia de la música se adueñó del público y, como un extraño embrujo, se hizo el silencio que debe acompañar siempre todo acto cultural.
Entonces sonó muy bien la Orquesta Sinfónica, las notas acariciaron los oídos de todos los que escuchaban con atención y hasta los vendedores dejaron de pregonar su mercancía.
Y qué buena presencia y qué bien canta Iride Martínez. Sus dos arias fueron escuchadas con respeto y admiración.
Excelente obra. En uno de los intermedios llegó a saludarme el actor Marco Martín, quien me invitó a ver “Rompiendo códigos” que estaba en sus dos semanas finales. Naturalmente, no podía faltar a esa cita y pude apreciar una de las mejores obras que se han presentado en los últimos años.
Ya Andrés Sáenz había publicado su acertada crítica sobre este drama y no voy a repetir sus conceptos, pero pocas veces he disfrutado tanto del teatro como esa noche.
Todos los actores y actrices cumplen su cometido a cabalidad, pero no puede uno menos que destacar la calidad histriónica del protagonista, Marco Martín, que no actúa, sino que vive intensamente la tragedia de Alan Turing, extraordinario científico, héroe nacional de Inglaterra, cuyos descubrimientos fueron básicos para vencer a Hitler, pero a quien los mismos ingleses destruyeron por sus inclinaciones sexuales.
Medio siglo después de que enviaron a la cárcel a trabajos forzados primero, luego al exilio y a la muerte a ese genio literario que fue Oscar Wilde, repitieron los ingleses su reprochable conducta con un genio científico por las mismas razones o, mejor dicho, por las mismas sinrazones.
La noche que asistí a esta representación, la penúltima de la temporada, el Teatro de la Aduana estaba lleno.
Insto a ese buen director, Fabián Sales, y al resto del grupo “La Carne Teatro” para que, después de un tiempo prudencial, la presenten de nuevo para beneficio de los que no han podido todavía disfrutar de esa extraordinaria obra de teatro.