Los proyectos para una ley agrícola, que están ahora ante el Congreso –uno del Senado; el otro, de la Cámara– son prueba, como mínimo, de la inercia de la política. Si el Gobierno subsidia a los agricultores no lo hará por satisfacer ningún “interés público” (una frase a menudo sin sentido en Washington).
Sin subsidios, se seguirá produciendo alimentos. Las incertidumbres e inseguridades que enfrentan los agricultores por el factor impredecible del clima y de los mercados globales, aunque a menudo apremiantes, son similares a las incertidumbres e inseguridades que enfrentan muchas industrias a causa de trastornos tecnológicos, ciclos comerciales irregulares y gustos cambiantes de la población. Aun así, a diferencia de muchas industrias, la agricultura recibe generosos subsidios y protecciones del gobierno.
La explicación radica en la fuerza del hábito. Desde la Gran Depresión de los años 30, cuando había motivos plausibles para asistir a los agricultores, el Gobierno constantemente concedió a la agricultura un trato especial. Desde hace mucho, los factores políticos que generaron esa ayuda se perpetuaron a sí mismos. Sin los subsidios masivos, el Departamento de Agricultura sería mucho menos importante. Como también lo serían los comités de agricultura del Congreso y la multitud de grupos agrícolas (a veces, pareciera que hay uno casi para cada cosecha) que hacen lobby para obtener esos beneficios. Y, sin duda, los agricultores que reciben pagos y protecciones sienten que tienen derecho a ellos.
Todo eso crea un poderoso y compartido interés en salvaguardar el statu quo , incluso cuando los diversos grupos de presión y sus defensores del Congreso se pelean ferozmente por la estructura y distribución de los beneficios. El costo ha sido considerable. Entre 1995 y 2012, los diversos subsidios sumaron $293.000 millones –más de $16.000 millones anuales– según la organización Environmental Working Group (EWG), que es crítica de los programas actuales. Pero los costos reales son mayores, porque en ese cálculo se incluyen solo los costos de subsidios explícitos en el presupuesto. Se excluyen los precios más elevados que el consumidor paga por algunos productos (el azúcar, por ejemplo) que están parcialmente protegidos de la competición del mercado.
Los comités de agricultura del Congreso enfrentaron un desafío especial este año, porque el enorme déficit federal ha puesto presión sobre los gastos. Los comités superaron esa dificultad sosteniendo que estaban realizando importantes ahorros cuando, en realidad, extendieron programas costosos.
En comunicados de prensa, el Comité de Agricultura del Senado expresa que su propuesta de ley recortará el déficit en $24.000 millones, entre 2014 y 2023. Parece mucho, pero no lo es.
Incluso si, efectivamente, se producen esos ahorros, la Oficina de Presupuesto del Congreso (CBO, por sus siglas en inglés) calcula que los subsidios agrícolas sumarán casi $190.000 millones en el curso de una década.
Y los ahorros quizás no se materialicen. Las proyecciones dependen de suposiciones sobre precios del mercado y rendimiento de cosechas que, en el pasado, han demostrado ser a menudo optimistas, expresa Scott Farber, de EWG. Según Farber, los gastos calculados para los proyectos de ley de 2002 y 2008, subestimaron significativamente los costos reales. (Para ser justos, errores en la otra dirección podrían también reducir los costos).
Consideremos la propuesta de ley agrícola como un ejercicio de relaciones públicas. Para que los subsidios se vuelvan más aceptables, el Congreso los vuelve a empaquetar. Los “pagos directos” a los agricultores están acabándose, porque parecen un simple regalo (y lo son). En cambio, se expande el “seguro para las cosechas”, que parece una protección prudente contra las sequías y otras calamidades. En realidad, el seguro para cosechas es más similar a “un programa agrícola para apoyo de los ingresos” que a un seguro normal, escribe el economista Bruce Babcock, de Iowa State University, en un informe para EWG. Las primas de los agricultores cubren solo el 40% de los costos; los contribuyentes pagan el 60%. Con el subsidio de las primas, los agricultores compran una generosa cobertura, que produce pagos incluso en muchos años buenos. La CBO calcula el coste de 10 años en $89.000 millones.
La supervivencia de los subsidios agrícolas es emblemática de un problema mayor: El Gobierno muestra un sesgo a favor del pasado. Los programas antiguos, las exenciones fiscales y las prácticas regulatorias crean fuertes electorados y mentalidades, que frustran todo cambio, incluso cuando los hechos superan las justificaciones anteriores para su existencia.
Ya no es posible sostener que los subsidios agrícolas impedirán la pérdida de granjas familiares pequeñas, porque millones de ellas ya han desaparecido.
Ya no es posible sostener que se necesitan los subsidios para la producción de alimentos, porque un gran sector agrícola –el de producción de carne– carece de subsidios y se sigue produciendo carne.
La lección mayor es desalentadora. Entre otras cualidades, el buen gobierno requiere la capacidad de adaptarse al cambio.
Es una necesidad descartar lo que no funciona o lo que ya no es un requisito. Hay que dedicar los recursos limitados –de tiempo, destrezas y dinero– a problemas más acuciantes.
En la mejor de las circunstancias, eso es difícil. Pero la política rutinaria agrava la dificultad, como lo demuestran los inmortales subsidios agrícolas y los interminables debates sobre el déficit presupuestario.
ROBERT SAMUELSON se inició su carrera como periodista de negocios en The Washington Post, en 1969. Además, fue reportero y columnista de prestigiosas revistas como Newsweek y National Journal.