Una reciente y sorprendentemente soleada tarde decembrera, caminaba por un sitio que creía familiar y de pronto descubrí que ya no lo era tanto, que algo importante había desaparecido. Recordé, en efecto, que hace muchos años acompañé a varios profesores de música de la Universidad de Costa Rica en la visita a una próspera dama europea que habitaba cerca de ahí, apartada de la calle que ahora se ha convertido en una ruda autopista, en un palacete –al menos así lo tengo en mi memoria– sobre el cual ondeaba el estandarte de la ciudad de la que ella derivaba un modesto título nobiliario.
La visita obedecía a que la elegante señora, cuyo porte hacía pensar en un óleo italiano del Renacimiento, había decidido vender la residencia y la propiedad que la rodeaba y, con ingenuo optimismo, mis colegas –tal vez uno de ellos era director o decano– pensaban en la posibilidad de que la UCR adquiriese la finca para alojar ahí un museo o una de las escuelas de arte. Como rector me habría gustado animar sus ilusiones –en un espacioso salón de la residencia ya existía un piano del siglo XIX que, si no me engaño, había pertenecido a algún renombrado músico europeo–, pero dado el precio que los consejeros de la señora le habían fijado al hermoso dominio, la idea no pasaba de ser un sueño del que debían despertar ipso facto, pues “la Magdalena no estaba para tafetanes” sobre todo porque un ya olvidado grupo de políticos nacionales se las estaba tomando con las universidades públicas porque a su juicio, y a juicio de un pilatos uruguayo-libanés que el Imperio –olvido bajo cuál César– había puesto a subgobernarnos desde un búnquer que irónicamente pasaría años después a pertenecer a las mismas universidades que él pretendía triturar, eran para nuestra “banana republic” un lujo insostenible.
La anfitriona, tal vez enterada de que el rector era químico y no músico, nos mostró otra sala en la que conservaba la parafernalia genuina del laboratorio de no recuerdo cuál científico famoso. Aquellos aparatos y aquella cristalería –nos explicó cortésmente– formaban parte del todo y, al igual que el valioso piano, pertenecería a nuestra universidad en caso de...
Pero, como está dicho, nada podía ocurrir y ahora, al deambular cerca del sitio donde se levantaba el bello y delicado rincón florentino, me tuve que limitar a la ilusión de que el palacete y su entorno todavía se encuentran ahí, ocultos dentro de la maraña de vías de la utopista y de unos edificos –comerciales, creo adivinar– de una arquitectura tan adocenada y triste que parecía invitarme a olvidarlo todo de manera definitiva.