Fue en el Paso de la Vaca donde estaba ubicada, allá por la década de los cincuenta, la empresa SETRANA. Necesitada de empleo, me presenté a solicitar trabajo. Me atendió Mayita Suárez, quien muy amablemente me indicó que para el puesto que me podrían ofrecer necesitaba tener muy buena letra. Más allá del deber y quizás apiadada por mi juventud me suministró unos libros de caligrafía, en los que concienzudamente practiqué por largas horas. Desde entonces mi letra y mi firma se entienden con claridad, pero además conocí un mundo nuevo de expresión a través de la forma de las letras, en lasque se pueden reconocer épocas, culturas y personalidades.
En otro lugar del mundo y en otro tiempo, un joven llamado Steve Jobs desertó de sus clases en la universidad y se interesó entonces por un curso de caligrafía, que no estaba en el programa de estudios. Parecía de tan poco provecho, y, sin embargo, Steve Jobs quedó fascinado por las múltiples formas y posibilidades de expresión que brindaba la arquitectura de las letras y los números. En sus propias palabras, consideraba que la caligrafía era “hermosa, histórica y artísticamente ingeniosa como no lo puede lograr la ciencia”.
Años después Jobs incorporó la caligrafía a la Macintosh, que fue así la primera computadora en tener una preciosa tipografía.
Hoy es un lugar común que podamos escoger el tipo de letra que queremos usar en cualquier computadora. La verdad es que a través de ese medio y otros más que el genio de Steve Jobs fue desarrollando, sus productos tecnológicos en lugar de ser difíciles, aburridos y acaso arcanos, se convirtieron en instrumentos amigables y estéticamente elegantes, pero sobre todo objetos de deseo, a veces apasionado, por parte de sus seguidores.
Quizás esto remita a un tiempo y un lugar donde convivieron la belleza de la caligrafía, el amor por lo que las nuevas tecnologías podían hacer por el bienestar humano y, aunque parezca incongruente, el disfrute de la poesía. Era la década de los setenta y el sitio lo que se conoce como el Silicon Valley.
Por esa época visité Stanford, que había sido años atrás y por un breve lapso de tiempo mi alma mater, donde apenas pude percibir el emporio tecnológico que a su alrededor se estaba gestando. En medio de aquella efervescencia, y del sufrimiento que experimenté por las oportunidades desaprovechadas al no haberme quedado un tiempo más en aquel lugar tan especial, encontré un familiar que se dedicaba al oficio de hacer manualmente rótulos con una bellísima caligrafía. Que ocupación tan anacrónica, pensé, en contraste con tanta innovación en el ambiente. De aquella visita tengo como recuerdo un pequeño cuadro en letra medieval y tinta china con una poesía anónima del siglo XIII, que a la letra dice: “Los fuegos que en mí encendieron/los mis amores pasados/nunca apagarlos pudieron/las lágrimas que salieron/ de los mis ojos cuitados/ Mas no por poco llorar/ que mis llantos muchos fueron/Mas no se pueden matar/los fuegos del buen amar/ si de verdad se prendieron”.
A veces el corazón necesita un poco de caligrafía, en medio de tanta tecnología.
Descanse en paz Steve Jobs.