En el laberinto de pasillos y zaguanes del Pentágono, hasta hace muy poco el general David Petraeus era conocido como “el rey guerrero”, alusión bíblica al legendario monarca David, distinguido por sus proezas en las batallas libradas para defender la integridad de su pueblo. En realidad, el aire de superioridad que proyectaba el eminente general de cuatro estrellas, además de su innegable prestancia, marcaban la distancia que el líder guerrero guardaba de sus colegas militares y los burócratas que conforman la Washington oficial.
El David bíblico y el general norteamericano, personajes muy diferentes, guardan un extraño paralelismo. El monarca hebreo cayó subyugado por una beldad sin parangón en su reino: Betsabé, la esposa del militar Urías. Y es de sobra conocido el tormento interno que sufrió por esa aventura.
Petraeus, el supergeneral norteamericano, en la cúspide de su carrera militar y en tránsito a la jefatura de la CIA, se desarmó ante los encantos de Paula Broadwell, una joven y hermosa mujer dotada de un arsenal de trucos y engaños con los que atolondró a su ilustre amante. Definitivamente, no resultó ser una nueva Betsabé, sino una reencarnación de Mata Hari.
El escándalo que emergió ante un público atónito se multiplicó en días recientes con el enredo del general John Allen, también de cuatro estrellas, con una arribista social, Jill Kelley, que había cruzado espadas con Paula en relación con su amigo común Petraeus. Kelley involucró el FBI y encendió la mecha del desastre al descubrirse el caudal de documentos secretos que los dos militares abrieron para sus amigas.
A juzgar por los elementos de este ciclón del Potomac, el caso apenas empieza. Ya el Congreso abrió fuego con comités que investigarán a fondo lo ocurrido. El FBI prosigue sus averiguaciones, al igual que el Pentágono y la CIA, y se adentran en un campo minado que presagia escalar el grado del huracán.
Las consecuencias para los cuatro personajes centrales de esta historia pasional serán acordes con la gravedad de los hechos determinada por los investigadores y las autoridades judiciales. Desde luego, no pareciera que la responsabilidad por hechos delictivos de tal calibre resulte exclusiva del cuarteto amoroso. En este recuento deberá rendir cuentas todo un elenco de involucrados, y su enjuiciamiento será motivo de cambios importantes en el manejo de información de tal trascendencia.
La prensa desempeña en el drama un papel fundamental. Es evidente que ha librado históricamente una lucha clave para preservar su independencia y mantener incólume el derecho del público a informarse y opinar sobre asuntos que afectan al sistema democrático.
La libertad de prensa les ha permitido a los estadounidenses enterarse de conductas alucinantes: el encargado de velar por los secretos estratégicos de la superpotencia, turbado por un amorío, abre archivos intocables y permite que su novia los examine y copie sin barajar los peligros vitales de esa actuación. Este es un caso para siquiatras.
La prensa es ejemplo de cómo el marco político ayuda a conformar las libertades fundamentales, empezando por las de informarse y opinar.
Basta observar a naciones de nuestro entorno, como Venezuela, Ecuador, Nicaragua, Bolivia y otras, además del caso crónico de Cuba, para sopesar el futuro inmediato de esos pueblos hermanos conforme las redes y las cadenas de la represión imponen el silencio y la oscuridad ante los desmanes del régimen y sus amigos.
No podemos menos que lamentar el caluroso abrazo con que las dictaduras y regímenes autoritarios reciben y ofrecen abrigo a Gobiernos de similar vocación en los foros internacionales. ¿Cómo es posible que Venezuela y otros de igual jaez dominen hoy el Consejo de Derechos Humanos de la ONU? Su incorporación a este cuerpo es peor que una burla vulgar a preceptos sagrados: es una puñalada al corazón mismo de la democracia.