“Cuando era adolescente, un amigo me regaló un conejo y lo llamé Oscarito. Le mandé a hacer una jaula, lo alimenté, lo aseaba y lo mantenía bien cuidado. Con el tiempo, Oscarito creció y engordó. Fue así como dejé de verlo como una mascota y empecé a verlo como un plato delicioso. Llamé a un amigo que sabía destazar conejos y procedimos a matarlo. Luego se lo llevé a una tía que sabía una receta buenísima”.
“Ramsés fue mi primera mascota y la única que he tenido hasta el momento. Se apegó tanto a mí que si yo andaba fuera, él me esperaba en la puerta hasta que llegara. Un día estaba yo en la cocina cuando escuché un golpe y sin saber nada grité: ‘¡Ramsés!’ Corrí a la calle y lo encontré tendido; lo acaricié, meneó su cola y murió. Lloré durante días y aún hoy, diez años después, le recuerdo con cariño”.
“Hace casi dos años, el día del cumpleaños de mi hija, una vecina envenenó a nuestra perrita Luna (y a ocho perros más del barrio), poniéndoles salchichón envenenado en la acera. Cancelamos la fiesta, lloramos todo el día, y hasta la fecha la recordamos con mucho amor. La conciencia de la vecina se encargó de castigarla, ya que comentó que dormía de día y vigilaba de noche, por miedo a que le hicieran algo”.
“Mi hermana Edelmira (q.d.D.g.), quien amaba a todos los animales, tenía una perrita llamada Benji, que murió atropellada. Cuando llegó el momento de sepultarla, ella atravesó un potrero para llevarla al pie de un gran árbol, y ahí la dejó, a la intemperie. Yo intervine para decirle: ‘No es correcto dejar sin enterrar a las mascotas muertas’. Y ella me respondió: ‘Los zopilotes también necesitan comer’.