Todas las personas queremos ser felices, y para serlo, el amor y el respeto de los demás seres humanos resultan fundamentales. De momento no existe un dispositivo artificial que emule o sane esas carencias, aunque he de reconocer que la tecnología puede ser un medio de aislamiento efectivo en un ambiente conglomerado, prueba de ello es la presencia masiva de aparatos de sonido con audífonos que levantan una muralla invisible entre transeúntes, pasajeros y comensales.
También abunda toda una fauna de teléfonos celulares que nos distrae, entretiene, llena de ingeniosos sonidos, y hace que muchas veces no se converse persona a persona a un metro de distancia.
En el comienzo de la humanidad, las cosas eran eso: cosas, que nos ayudaban a vivir, como instrumentos de trabajo, básicas y rudimentarias. Con el paso del tiempo y la sofisticación de la sociedad nació el lucro y así la acumulación de la riqueza, de tal manera que ya los bienes no eran solo parte de un proceso productivo, sino que se convirtieron también en un objetivo de consumo, así el mundo se volvió cada vez más complejo.
El paradigma político económico del Siglo XX en realidad tenía las mismas bases: el materialismo, digerido de manera distinta con sabor a capitalismo o a la utopía comunista. Hoy, en una suerte de poscapitalismo desconcertado, lo poco que sabemos los no especialistas es que las políticas que rigen el mundo provienen más de los grupos corporativos que de los gobiernos.
Si en la Edad Media, en una aproximación optimista, el promedio de vida era de 40 años, era lógico ocuparse cuanto antes de los asuntos venideros, sobre todo por la clara influencia religiosa de la época. Eso no significa que la codicia sea un fenómeno reciente o que se limite al dinero, la experiencia prueba que todo es codiciable y está presente desde que existe la humanidad. Y aunque la lógica dominante parece referir este pecado capital a los bienes temporales, parece ser que es aplicable a cualquier objeto en sentido amplio y por ello puede establecerse un parentesco entre la codicia y la envidia.
En algún momento alguien pensó que a mayor cantidad de acaparamiento de bienes no compartidos (avaricia) se obtendría un mayor nivel de satisfacción o felicidad. Sin embargo, el postulado no siempre resiste un simple análisis lógico. Por ejemplo: si se come mucho más pan que otros porque se tiene a su disposición, probablemente se produzca una indigestión. Eso moralmente se llamó después gula. Es decir, no siempre más es más, habría que cuidar el pan para que no se lo roben y además preservarlo del paso del tiempo para que siga siendo comestible; todo ello demanda tiempo y estrés de quien lo posee.
Como los humanos somos tan ingeniosos; en algún momento se nos ocurrió que nuestras posesiones nos asignaban un valor agregado como personas, de tal manera que si teníamos más y mejores bienes posiblemente seríamos percibidos como mejores seres humanos. A partir de esa inferencia se disparó la competencia por la obtención de los bienes y puestos como un fin y no tanto como un medio, porque pensamos ilusamente que nos traería aparejados la prometida felicidad. Pero algo ha fallado en la ecuación planteada. Paradójicamente, cuanto más progreso económico desarrolla una sociedad, más infelices suelen ser los seres humanos que la componen. De ahí que algunos de los países más ricos del mundo, como EE. UU., Suecia, Noruega, Finlandia, tengan las tasas de suicidio más elevadas del planeta.
Etimológicamente, codicia procede del latín cupiditas , que significa “deseo, pasión”, y es sinónimo de “ambición” o “afán excesivo”. Así, la codicia es el interés desmedido por desear más de lo que se tiene, la ambición por querer más de lo que se ha conseguido. De ahí que no importe lo que hagamos o lo que tengamos; la codicia nunca se detiene. En palabras sencillas, no habrá satisfacción posible, porque la esencia de este vicio es precisamente una sensación de vacío porque nada es suficiente y mientras tanto... la vida pasa, y con ella se va la belleza de la sabiduría de disfrutar el presente con las personas reales que nos han querido desde siempre, las pequeñas alegrías cotidianas, el viento en nuestra cara, los buenos libros, la acciones altruistas y la decisión de no encadenarnos a una espiral interminable, fuente de corrupción y delincuencia. No debemos renunciar a lo esencial, no somos lo que codiciamos, somos mucho más que eso, integramos una innegable dimensión espiritual.