La palabra “insipiencia” es antónimo de “sapiencia”, es decir, de sabiduría. Es común hablar de la “sabiduría popular”. Esta se expresa en un vasto repertorio de proverbios, dichos (y dicharachos), aforismos, decires y refranes que configuran, en su conjunto, una moral implícita, a veces asombrosamente lúcida, otras no más que lugares comunes, falacias, prejuicios, nefastas ideas recibidas, aceptadas y transmitidas acríticamente, como si de verdades cartesianas se tratase.
La tradición no siempre está en lo correcto. Cada uno de estos decires se enquista en la memoria colectiva de una comunidad, y crea una especie de filosofía popular. Sin excepción, se trata de metáforas, o bien de metáforas “filées”, esto es, una metáfora matriz de la cual se desprenden otras. Su principio es, así pues, el pensamiento analógico. “Camarón que se duerme se lo lleva la corriente” no es más que eso: una metáfora con un mensaje implícito.
Prejuicios. Estas metáforas muestran a menudo ingenio, humor, intuición, conocimiento del alma humana, imaginación, riqueza linguística. Pero no deben ser asemejadas a forma ninguna de sabiduría. Esta es una de las más grandes palabras que existen: tengámosle respeto. Algunos de estos dichos, por ejemplo, son veneno psicológico, ideológico, hijos de una falsa lógica, prejuicios (literalmente: lo que precede al juicio), reducciones groseras de la realidad, nociones erradas que enferman el espíritu de una colectividad. Consideremos tres casos.
“Zapatero, a tus zapatos”. Una estupidez, y de las más socorridas. Una manera de suscribir a la tesis orteguiana del “bárbaro especialista”: el que es especialista en la uña del dedo gordo del pie izquierdo no puede hablar más que de eso. La territorialidad temática. Dios lo libre de hablar del tobillo, o la rodilla, o menos aún del cuerpo en su totalidad. Eso es “invadir” el espacio de otros especialistas, venir a orinar en el patio ajeno. Constreñirnos a vivir en una burbuja de conocimiento. La negación de todo lo que el humanismo renacentista y la cultura helénica, con su noción de la paideia , postularon. Ahora, cuando más que nunca hacen falta en el mundo mentes universales, multidiscursivas y multidisciplinarias, alguien quiere confinarnos a la claustrofobia de un zapato. Por favor, señoras y señores, revisemos ideas (que en este caso, peor aún, es una veda, una prohibición) cuya malignidad, a fuerza de oírlas todos los días de nuestras vidas, termina por pasarnos inadvertida. Ordenarle a cada cual que vaya a encerrarse en su “porciúnculo” (Ortega y Gasset) de conocimiento es, como mandato, profundamente miope, nocivo, peligroso. Muy por el contrario, que se salgan todos los zapateros de sus zapatos e incursionen en las mil otras formas del saber de que se están privando. Zapateros científicos, zapateros artistas, zapateros pensadores.
“Río que suena piedras trae”. Malévola justificación para toda forma de calumnia, de difamación. La legitimación del chisme, del cuchicheo, de las maledicencias. Si de alguien “se” dice algo, es que ha de ser cierto. ¿Se han puesto ustedes a pensar en la profunda injusticia que esto representa, estigmatizar a una persona, mancillar su honorabilidad, o su reputación, solo porque “río que suena piedras trae”? Autentificadas quedan entonces todas las infamias, las mentiras que la envidia y la mezquindad suscitan. Conferirle al chisme el sello de la verdad. ¡Qué actitud de canallas, de jueces implacables del prójimo, de linchadores de vocación! No, de que “el río suene” no se desprende que “piedras traiga”. Sucede, simplemente, que, al amparo de la “sabiduría popular” la gente se arroga el derecho de marcar para siempre la vida de otras personas. Enfermiza manera de pensar.
“Perro que como huevos ni quemándole el hocico”. ¡Pero es que es cierto, es cierto, yo lo he visto en muchos casos! –se dicen aquellos para quienes vox populi equivale a vox Dei– . No, no es cierto. Esta mentira es, como la anterior, una forma estigmatizante de tratar al ser humano. No dudo que las personas tengan rasgos psicológicos estructurales que las hagan reincidir en ciertas formas de conducta, pero decir que esto es irremediable, que ni “quemándoles el hocico” podrían cambiar, es una perversidad. Niega toda forma de libertad, de autodeterminación, de posibilidad de modificación de la conducta, de control sobre uno mismo. Así pues, no seríamos más que eternos esclavos de nuestra compulsión de andar “comiendo huevos”. ¡Y, además –ya solo esto es ofensivo–, equiparados en fuerza de voluntad e inteligencia a un perro!
Verdad y democracia. Séneca dijo alguna vez: “Mal haríamos en seguir al vulgo, errado buscador de la verdad”. La trágica falacia consistente en creer que la verdad está ahí donde la ve la mayoría, ¡le ha costado tanto dolor al mundo! Y, sin embargo, ese y no otro es el sustento de la democracia: busca desesperadamente el consenso, porque asume que cien personas tienen menos posibilidades de estar equivocadas que una.
La falacia ad populum , o apelación a la multitud: sostener que un argumento es verdadero porque “el pueblo” –siempre asumido como mayoría– lo endosa. ¿Cómo podría equivocarse tanta gente?, es la premisa de tal asunción. A lo que yo respondería, como Sócrates: “Para demostrar que no tengo razón convocas a todos los atenienses, pero yo, aunque no soy más que uno, insisto en rebatir tus “argumentos”. En lugar de convencerme, te limitas a presentar contra mí cientos de testigos falsos”.
¿La “sabiduría” popular? Yo la abordaría con mirada cartesiana: dudar de todo, no dar nada por un hecho, examinar y someter cada palabra a nuestra más preciada facultad: el espíritu crítico.