Egipto bulle de violencia y la incertidumbre es lo único claro, por ahora. Primero fue Túnez, donde tampoco el rumbo está definido; en Yemen, el presidente Alí Abdalá Saleh, cuestionado ya por protestantes que piden su salida del poder, corre –al igual que Mubárak– a anunciar que no ampliará su mandato ni lo heredará.
El rey jordano, Abdalá II, trata de curarse en salud y encarga a su nuevo primer ministro, Maaru Bajit, “medidas concretas para reformas sociales, económicas y políticas”.
La chispa que prendió en Túnez se va extendiendo y las alarmas se disparan en las capitales del Oriente Medio.
Las protestas tienen todas un común denominador: reclamos por carestía y condiciones de vida, desempleo, corrupción, nepotismo, restricciones (y, a menudo, ausencia) a las libertades y a los derechos humanos...
Y en todos esos países, otro rasgo compartido: dictadores que se entronizan en el poder, gracias a la fuerza, y que recurren a esta para mantenerse a todo costo y a costa de pueblos empobrecidos, situación de la que no escapan los habitantes de las opulentas monarquías petroleras del golfo Pérsico.
Ahora, en Egipto –como hace exactamente 32 años en Irán–, Occidente, y particularmente Estados Unidos, suda frío ante la ira de la gente, hastiada, que demanda cambios.
Al igual que entonces, un dictador contó con el respaldo de sus aliados, quienes volvieron la vista para otro lado para no ver las arbitrariedades.
No importó la suerte de la población iraní, que poco se benefició con el proceso de “modernización” del sha Reza Pahlevi.
Hoy, en el antiguo reino de los faraones, el dilema es cómo deshacerse de Mubárak y convencer a las multitudes de que vendrá un cambio verdadero.
Para los delicados intereses geoestratégicos de Washington, el reto está en que el relevo no se le escape de las manos y dé paso a un régimen hostil, en vez de un aliado. De nuevo, el antecedente del desenlace en Teherán es válido y constituye un fantasma que asusta a muchos.
No es la primera vez que amamantar dictadores termina por convertirse en un gran problema pues, por lo general, el destete no es tarea fácil.
Se los sostiene en el poder porque así conviene, por realismo político, por cinismo.
Mas hay casos en que hasta los mejores cálculos fallan. Pasó en Irán... ¿y en Egipto?