Hotel nudista Mi Amor, en Gacimo de Limn, 200 este de la universidad Earth. Piscina, jacuzzi, senderos, spa, ro y 25 habitaciones. Las personas retratadas pidieron no ser identificadas. Fotografas : Jose Daz/La Nacin. (Jose Daz)
“¿Qué tipo de ropa hay que llevar a un lugar nudista?” fue la primera interrogante que me embargó antes de emprender la misión de tres días. No tenía respuesta por lo que, en broma, le manifesté a mi compañero de tarea, el fotógrafo Jose Díaz, que mi equipaje sería liviano. El chiste no le hizo gracia.
Mi maleta se llenó. Claro está: entre mis planes no estaba “convertirme” a la desnudez; por lo menos no en el corto plazo. Siempre he sido un eterno devoto de la vestimenta, mas una voz interna no dejaba de merodearme: “¿será que lo intento?”.
Sin embargo, el frío en las cercanías del cerro Zurquí me hacía tiritar y, poco a poco, me quitaba esa idea de la cabeza.
El trayecto comenzó un viernes por la mañana, cuando emprendimos el viaje hacia lo desconocido, sin sospecha alguna de qué, exactamente, nos encontraríamos en nuestro destino final: el Club Mi Amor.
Ambos lo habíamos visto antes, pero siempre desde afuera, tras la ventana de un carro en movimiento, quizá con una inevitable malicia.
Hasta entonces, lo que hubiera dentro del local era tan solo un mito para nosotros; un rumor, tal vez hasta un invento popular. “¿Un club nudista a la orilla de la carretera?, bah, imposible... impensable”, pensaba... pero, minutos después, atestiguaría que todo era cierto.
El nombre del hotel es tan particular que no se olvida nunca. No hay cómo perderse; primero por el rótulo con el mentado apelativo y luego por la gigantesca puerta de madera sobre la carretera Braulio Carillo, ocho kilómetros después de Guácimo, camino a Guápiles.
En la recepción nos atendieron con ropa, sin exotismo alguno pero con una gran sonrisa. Lo único que parecía estar desnudo era una corvina al ajillo que invitaba con su aroma.
En la llamada telefónica para hacer la reservación, ya nos habían mencionado una de las reglas del lugar: “andar desnudo es opcional”. Tal vez no era necesaria la aclaración, pues nuestra decisión de quedarnos vestidos estaba más que tomada.
En el sitio, antes de cruzar la puerta de entrada, nos recordaron con rigurosidad dos órdenes: el ingreso de menores de edad está terminantemente prohibido y cualquier asomo de morbo debe quedarse afuera.
Antes de darnos las llaves de la habitación 31, Cindy Booker, la propietaria del Club Mi amor (quien aparece en la foto de portada), nos hizo el recorrido de rigor por los pasillos y jardines de su establecimiento.
Entre semana, la clientela es escasa. El resquebrajamiento de las hojas y la caída de una cascada artificial se confabulan para ganarle la partida al silencio. Constituyen, así, el único paisaje sonoro, en medio de la ausencia de voces humanas.
Durante el breve
A un lado de la piscina, en una silla playera, un turista se asoleaba con un único accesorio: una brillante cadena alrededor de su cuello. Como recién llegados, inevitablemente la escena nos era inusual. ¿Adónde se ha visto eso antes? Pues aquí mismo.
Sin cambiar su semblante, el nudista nos saludó, soltando el periódico que sostenía apoyado en su pecho, embadurnado con bronceador.
Mi rostro cambió con aquella imagen. Fue inconsciente e involuntario, pero abrí los ojos como huevos fritos y levanté las cejas hasta arrugar la frente, con una risa silenciosa de incredulidad. No había de otra: tendría que acostumbrarme a aquello al menos durante tres días.
“Ya ven, aquí están los chingos”, dijo Cindy en su natal inglés, antes de comenzar a carcajearse. Sus bromas sobre la industria en la que trabaja son parte de su habitual cordialidad.
La estadounidense es propietaria del hotel hace tres años y medio, cuando compró el inmueble y lo despojó de todas sus prendas para comenzar un negocio poco explotado en nuestro país.
Bookar, de 60 años, es madre de tres hijos y tiene ocho nietos, todos en Estados Unidos. Es jovial e hiperactiva y el español que habla le basta para comunicarse con sus subalternos, todos costarricenses.
“No, no; yo no soy nudista”, dice sin ironía. “La primera vez que mi exesposo me propuso que fuéramos a un lugar para nudistas, en Arizona, le colgué el teléfono. Después de una discusión me convenció; cuando por fin fuimos al sitio, me encantó la
Recordando aquella anécdota, viajó a Costa Rica a mediados de la década pasada, con la “loca idea” de abrir un lugar donde los costarricenses también tuvieran “ese derecho a elegir si quieren andar vestidos o desvestidos”.
Desde entonces, su negocio ha tenido tantos altos como bajos; tantos gordos como delgados, tantas jóvenes como ancianas.
Los cuartos son iguales a las de cualquier hotel, tal vez con más ganchos de lo usual, para colgar la ropa que no se utilizará. En total, hay 25 dormitorios para huéspedes, más un sauna, camas a la intemperie y un
Pasaron pocos minutos antes de que –a vista y paciencia de estos inexpertos– apareciera un segundo turista en las mismas condiciones que el que vimos más temprano. Este tomaba cerveza en lata mientras su mirada se perdía entre la vegetación circundante.
La piscina es el punto predilecto de encuentro; alrededor de ella se reúnen los nudistas. ¿Qué hacen ahí? Lo mismo que cualquier otro turista podría hacer en sus horas de ocio: leer, beber, conversar, broncearse o hasta rascarse el ombligo.
Las actividades también son las típicas de un paseo, solo que sin textiles de por medio. “Venimos a tener un relajamiento en medio de la naturaleza”, nos contó una pareja de turistas que rondaba los 55 años.
Para entonces, la oscuridad ya se había adueñado de la locación caribeña y el aforo aumentaba. “Aquí uno aprende a trascender la parte física y a ver la virtud del ser humano como persona. Uno se da cuenta de quiénes son los nuevos, porque el primer día andan con ropa; en la tarde, ya las mujeres se quitan el
Los minutos de espionaje matutino tras las persianas del cuarto no son más que el miedo a sentirse intruso entre tan poca ropa. Ahí estoy yo, asomado con recelo tras una rendija, midiendo la cancha antes de salir a desayunar –con ropa, eso sí–. Los huéspedes se han multiplicado; unos cuerpos yacen bajo el sol mientras otros chapucean en la piscina. Todos comparten una curiosa coincidencia: en la geografía genital, el vello ha sido completamente borrado del mapa.
En el restaurante todos deben estar vestidos. Esa es otra de las reglas que Cindy pide respetar. Antes de abrir el Club Mi amor, la estadounidense buscó la asesoría de tres abogados para evitar problemas legales. “¿Sabe por qué hay casinos en Costa Rica? Porque ninguna ley los prohíbe, y con los lugares nudistas es igual”, nos había explicado.
Entre los huéspedes, hay un límite de tres solteros entre los casi 40 clientes que pueden quedarse de forma simultánea. La mayor parte, la conforman parejas de un rango etario tan amplio que va desde 20 hasta más de 80 años. La estadística local, además, señala que el mayor porcentaje de visitantes es de matrimonios.
“Vienen más ticos que extranjeros”, asegura Booker, para sorpresa nuestra, quienes llegamos con suposiciones muy distintas.
Pero así era. Entre la veintena de turistas que nos encontramos en este viaje de tres días, solo una pareja era foránea, y únicamente esa se dejó fotografiar con el rostro descubierto y de frente.
Los ticos se desnudan en secreto, a sabiendas de que este país es tan pequeño como un pañuelo. “Aunque no queramos, vivimos en una cultura del choteo donde la desnudez es censurada y sigue siendo un tabú”, opina María, quien prefirió reservarse su apellido. Su esposo, con quien lleva 32 años de casada, añade: “Hay gente que, erróneamente, asocia el nudismo con el sexo desenfrenado o con perversión; pero aquí no hay morbo. Por eso uno puede ‘bajar la guardia’ desde temprano”.
La conversación fluye en una mesa con tres nudistas más, que se conocen desde antes. Generalmente, no hablan sobre la desnudez, sino de otro tema. “Esto es como una familia, nos une un mismo interés. Yo vengo aquí cada 15 días, desde que lo abrieron", asegura Jaime, de 42 años, quien no tiene reparos en mostrar a sus “colegas de afición” sus kilos de más o su miembro circunciso.
Algunos turistas se conocen en el Club y después se marchan sin saber mayores detalles de los otros. “Cuando salimos de aquí, nos desconectamos de lo que sucede adentro”, dice otro de los presentes.
“Si usted tiene curiosidad de ver un cuerpo desnudo, lo ve, pero con respeto”, manifiesta María, “y si uno nota una mirada lasciva de alguien se lo dice a Cindy, y ella se encarga de llamarle la atención”, prosigue.
Booker lo confirma. En los tres años y medio que tiene su negocio de funcionar, solo recuerda haber sacado a una persona por actitud inadecuada. Sin embargo, acepta que una vez la comunidad intentó cerrarle el club.
Son seis hectáreas de fondo las que separan al hotel de la civilización local. Un río bordea la propiedad y el verdor de las copas de los árboles junto con los altos bambúes se encargan de impedirle la visibilidad a los extraños. No hay forma de ver la dinámica del hotel si no se está dentro.
Los sábados hay fiesta y la costumbre no falla. Los clientes frecuentes lo saben, y cuando en la zona de baile comienzan a levantarse los decibeles, es que el bailongo comenzó.
El fotógrafo y yo nos acercamos con recelo. Todos los clientes que habíamos visto durante el día estaban ahí, sorpresivamente vestidos. “No sé por qué es así, pero siempre se ponen ropa para la fiesta. Conforme pasan las horas, terminan desnudos... ya lo verán”, nos advirtió Cindy, mientras algunas parejas se meneaban con las melodías pegajosas de ayer y de hoy.
Las horas avanzaron y las vestimentas fueron desapareciendo, tal como lo predijo Cindy.
“Aquí nadie les va a decir nada por bailar desnudos”, nos explica, antes de brincar a pista con la energía de una adolescente.
La mañana siguiente, el sol había desaparecido, pero no alejó a un solo nudista.
Hasta ese momento, con excepción de Cindy y de la pareja estadounidense, ningún nacional había querido ser fotografiado por Jose Díaz. Y sin imágenes no hay artículo.
Tras decirles insistentemente que los rostros no se publicarían y que teníamos unos cuadros negros de cartón para que se cubrieran lo que desearan, apareció un primer voluntario.
Después de él, los demás también accedieron a las fotos. “Para que la gente entienda esto, debe tener la mente abierta”, razona Roberto, otro de los presentes. “Hay una división marcada entre los textiles y la piel”, me comenta Ana, y yo, que seguía bien cubierto, llegué a una irónica conclusión: el nudismo es algo que solo se puede entender sin tapujos de por medio.