Bajo el peso de su lengua viperina, mordaz y venenosa, cayeron aplastadas las personalidades más fulgurantes de Hollywood, escarnecidas cada mañana en la columna chismosa y chusmosa de la arpía periodística más temida de la farándula: Louella Parsons.
Durante 40 años reinó como una Catalina de Rusia; sus “críticas” fueron leídas como las revelaciones de Dios en el Monte Sinaí, capaces de lanzar al Tártaro a productores, directores, artistas y cuantos osaran despertar las iras de esta diosa babilónica.
Louella Oettinger Parsons hizo del
La reina-madre del cotilleo impuso su poder en los años dorados de Hollywood, entre 1920 y 1960: “rechoncha”, pacata y puritana, sus enemigos –que no eran pocos– la apodaron “He-Visto-Lo-Que-Has-Hecho”.
Por aquellos días la “fábrica de ídolos” era una bomba de relojería, barrida a diario por “tsunamis” escandalosos de “todos contra todos”, alimentados por el “polvo de los sueños”, como era conocida la cocaína, una droga idónea para levantar los ánimos caídos.
Esa “galaxia del glamour”, con más estrellas que el cielo, era sostenida por el miedo, un temor cerval al descrédito que derrumbara en el olvido los sueños dorados de quienes ofrendaban su vida al dios de la fama y la gloria artística.
Esta mujercita, “amable y tierna” como la describía su amiga Tara Gordon en 1910, intuyó con rapidez la leyes de la “tierra del nunca jamás”, donde medran los famosos. Primera: todos ocultan en su intimidad un hecho o comportamiento inmundo. Segunda: por irrelevante que parezca, esa suciedad se convierte en información, al tratarse de un personaje público. Tercera: hay que exhibirla. Cuarta: un árbitro la debe condenar. Quinta: la sentencia es una verdad absoluta. Sexta: hay que premiar a la víctima con la alfombra roja, o bien, castigarla, desmembrada por las fieras.
Con esa dialéctica implacable Louella tomó por asalto el mundillo farandulero; en 1914 consiguió empleo como cronista cinematográfica para el
El estilo de Parsons ya había sido delineado por otro chismoso, tan virulento y letal como ella: Walter Winchell. De él aprendió a nunca decir el nombre del personaje, pero describir con “pelos y señales” el hecho de manera que el lector tuviera todos los datos para deducir de quién se trataba y, ¡qué horror!, generalizar la acusación a los demás.
Esas refinadas estrategias de maledicencia siguen vigentes actualmente; Louella sentó cátedra en la oscura pasión de revelar al mundo lo más despreciable de las intimidades humanas, descuartizando a sus víctimas por medio de la extorsión, la amenaza y el miedo.
La farándula nunca ha sido un convento de carmelitas; el término –acuñado allá por 1603– se refería a una pandilla de vagabundos, y en 1732 era considerada una profesión de farsantes.
Con esos atestados ese mundillo se convirtió en la “hoguera de las vanidades” y ardió en 1924 cuando se juntaron “el hambre y las ganas de comer”; en ese año Louella tenía un modesto contrato con el
Y como a la suerte la pintan calva, la oportunidad de su vida le llegó el 18 de noviembre de 1924, gracias a su doble relación con Marion Davies, actriz y amante de turno del inescrupuloso Hearst.
Según cuenta Kenneth Anger, en el libro
Al calor de la juerga Davies y Chaplin decidieron buscar un sitio más íntimo para sus escarceos eróticos; en esas estaban en la cubierta inferior cuando los sorprendió Hearst. Sin decir “agua va” sacó su revólver engarzado en diamantes. ¡Pum!, con tan mala fortuna que se atravesó, sin saber cómo, el desgraciado de Ince y le descerrajó la cabeza. Vale decir que Hearst era un tirador eximio.
Tras el alboroto vino el encubrimiento periodístico, policíaco, médico y legal. Se montó una “engañifa” tal que Hearst quedó sin mácula y el pobre Ince muerto de una supuesta indigestión: sus restos cremados a la velocidad de un rayo.
Pero el mal de uno es el bien de otro. Parsons lo había visto todo y para comprar su silencio Hearst la contrató de por vida en
Desde ese día Louella fue una fiera sin dueño. El mundo sería una ostra y Hollywood pondría la salsa. En el desayuno ella le contaba al público “quién-estaba-encima-de quién” y con su afilada lengua sacaba o metía a quien le diera la gana en ese círculo infernal.
Parsons no dejó títere con cabeza. Nutrida de una red de espías que la tenían al tanto del último suspiro en la “meca del cine”, buceó en sus cloacas y sacó a la luz, con su látigo vengador, los espectros del alcohol, la droga, el desenfreno, la lujuria, la locura, el crimen y el suicidio.
La voracidad de Louella engulló la honra de muchas estrellas. Pasó por el aro a Orson Wells, por atreverse a filmar
Algo parecido hizo con Spencer Tracy,al que tildó de tipejo borracho y adúltero por sus devaneos extramatrimoniales con Katherine Hepburn; también destruyó la carrera de la “rubia oxigenada” Mamie Van Doren.
Apenas Louella se enteró que la Paramount había contratado a la curvilínea chica llamó a los productores y los amenazó con ignorarlos en sus columnas si la mantenían en sus filas. Mamie fue despedida, con el argumento de que se parecía demasiado a Marilyn Monroe.
Como un jíbaro en la selva de concreto Parsons, cortaba cabezas y las reducía; su colección incluía a Beverly Bayne, Juanita Hansen, Judy Garland, Alma Rubens, Alice Terry, Lupe Vélez, Judy Garland y una pléyade de actores.
La picante Lupe Vélez, quien fuera esposa de Johnny Weismuller, decidió acabar sus días a los 36 años, despechada por su último amante. Tuvo la infeliz idea de llamar a Louella para contarle sus penas y esta intuyó lo que estaba por venir.
En efecto, Vélez organizó una “última cena” a la mexicana y se inmoló como una diosa azteca; montó en su habitación un “santuario” con velas, flores y se tragó 75 pastillas de seconal. Los fármacos, en combinación con los “taquitos y los chilaquiles” reaccionaron al revés y más bien despabilaron a Vélez, quien se arrepintió y salió en carrera hacia el baño para regurgitar, con tan mala suerte que resbaló , cayó de bruces sobre el excusado y se ahogó en su propio vómito.
Parsons se enteró de la desgracia y escribió: “Jamás Lupita había lucido tan bella; reposaba como si estuviese dormida' había una lánguida sonrisa en sus labios, como si albergara sueños secretos'Parecía una niña a quien acababan de regalar su primera espuma de azúcar en una fiesta...”
Fuera del cine, Louella actuó en tres películas; escribió en 1941 y en 1961 sus memorias,
Como la mala hierba nunca muere, en 1925 le diagnosticaron tuberculosis y le dieron seis meses de vida, pero la “desahuciada” vivió hasta los 91 años. Murió en 1972, blasfemando contra los actores de las películas que medio veía, en un ancianato de Santa Mónica, California.
Dita Stone, una de las enfermeras, recordó: “Había días en los que aún creía que trabajaba para el Examiner y se sentaba a escribir su columna. Nosotras escribíamos cartas falsas de lectoras para mantener su ilusión (').
A su sepelio fueron algunas amistades cercanas. Aunque Joan Crawford no era de esas: fue “solo para comprobar que estaba bien muerta.”