Podrán decirse muchas cosas de Néstor Kirchner, pero no que le faltó genio para construir un imperio político desde las ruinas. Nunca, como candidato, pudo ganar una elección nacional. Sin embargo, nunca dejó el poder desde que se encaramó en él.
En el 2003 le ganó Carlos Menem y en el 2009 lo superó Francisco de Narváez. El kirchnerismo ganó las elecciones del 2005 y del 2007, pero él no fue candidato en ninguno de esos comicios.
El desierto del que venía lo obligó, tal vez, a una vida excepcional. Todo giraba en torno de él, bajo su presidencia o cuando la jefatura del Estado la ejercía su esposa.
Su estilo de gobierno convertía a los ministros en meros conserjes sin decisión propia. Desde que se aferró al poder, fue, al mismo tiempo, gobernador de cualquier provincia, intendente de cualquier municipio, ministro de Economía, jefe de los servicios de inteligencia, ministro de Obras y de Defensa, canciller y productor de los programas televisivos que lo adulaban. “Así, enloquecerá la administración o terminará con su vida”, colegía uno de los ministros a los que echó pocos años después de llegar al gobierno.
Fue, también, más que eso. Hasta marzo de este año, cuando cambió la relación de fuerzas parlamentaria, ejerció de hecho la titularidad del Poder Ejecutivo y del Legislativo, fue el jefe fáctico de los bloques oficialistas y titular de las dos cámaras del Congreso. De alguna manera, se hizo al mismo tiempo de la dirección de una porción no menor del Poder Judicial, con la excepción de la Corte Suprema.
“Quiero dejar la presidencia, caminar por la calle y que la gente me salude con un ‘buen día, doctor’”, solía decir cuando conversaba con periodistas que lo criticaban. Entonces era presidente. Cerraba ese diálogo y abría otro con sus habituales lugartenientes.
“Mátenlo”, les ordenaba de inmediato; les pedía, así, que incendiaran en público a algún adversario o a algún kirchnerista desleal, para sus duros conceptos de la fidelidad.
Esa era una expresión que usaba frecuentemente para ordenar los castigos públicos. La política es cruel y Kirchner era un exponente cabal de esa estirpe. Los amigos se convertían en enemigos con la rapidez fulminante de un rayo. Nada les debía a sus excolaboradores que habían dejado en el camino parte importante de su vida para servirlo.
Sus afectos estaban reducidos al pequeño núcleo de su familia, a la que realmente quiso con devoción, más allá de las muchas discusiones y discordias con su esposa. “La familia es lo único que la política no destruye”, repetía.
Sabía aprovechar con maestría la debilidad del otro para caerle con la fuerza de un martillo. El caso más emblemático es el de George W. Bush. Conoció a Bush cuando era un líder muy popular en su país, insistió con que quería acercarse a él, lo visitó en la Casa Blanca y lo tranquilizó diciéndole que era no izquierdista, sino peronista. Ese romance duró hasta la cumbre de Mar del Plata en el 2005, cuando Kirchner vapuleó imprevistamente a un Bush pasmado por la sorpresa.
¿Qué había pasado? La fatídica guerra de Iraq había convertido en jirones la popularidad del líder norteamericano. “No es popular estar cerca de él en estos momentos”, explicó luego con el pragmatismo desenfadado del que hacía gala. La popularidad del otro era el índice de su simpatía. Por eso, nunca rompió con el colombiano Alvaro Uribe, de quien, además, solía hablar bien. Uribe se fue del gobierno con el 75% de aceptación.
Ambivalente, como un príncipe del oportunismo, Kirchner nunca terminó de comprender al conjunto de la sociedad argentina. Nunca recibía a nadie cuando andaba en sus tiempos de broncas desmedidas. Sin embargo, era un anfitrión cordial, un político clásico, cuando ingresaba en los períodos de conciliación.
Al inventarse un pasado personal, debió también acomodar un presente que tampoco era suyo. Convirtió la revisión del pasado en un tema omnipresente, en una herramienta para la construcción de su política cotidiana.
Ese era un tema que reunía las condiciones épicas que más le agradaban. No le importaba si debía mezclar historias artificiales con personajes imaginarios.
Otro Kirchner, más implacable y menos amigable, apareció después de la crisis con el campo y del fracaso electoral del 2009. El Kirchner del primer período era más componedor y moderado.
Pero no aceptó ninguna de las dos derrotas. Era un político que no había conocido la derrota y decidió que no la conocería.
Los culpables no eran sus políticas erradas o los argentinos que votaron por opositores, sino los medios independientes que se habían volcado hacia sus adversarios sociales y políticos.
Emprendió una batalla, para él decisiva, contra esos medios y contra los periodistas independientes. No se tomó un día de descanso en esa guerra, ni concedió tregua alguna. En esos menesteres bélicos lo encontró el estupor de la muerte.
Fue un presidente y un líder político que conocía los manuales básicos de la economía. Sabía, en algún lugar secreto de su inconsciente, que la inflación y el crecimiento pueden coexistir durante un tiempo, pero no para siempre. Sabía algo peor: ninguna receta antiinflacionaria carece de algunas medidas impopulares. No quería tomarlas. Su popularidad y la de su esposa no pasaban por un buen momento como para correr esos riesgos.
Esa lucha entre el conocimiento y la conveniencia lo maltrató durante sus meses cercanos. Empezó a zigzaguear con un objetivo claro: él y su esposa nunca serían derrotados por el voto.
Cinco días antes de su muerte, en la noche avanzada del viernes, su encuestador histórico y más eficiente llamó desesperado a un importante dirigente filokirchnerista. Acababa de concluir una encuesta nacional y él había hecho un ejercicio: duplicó la intención de votos de los Kirchner en el interior de Buenos Aires, en la Capital, en Santa Fe y en Córdoba. Aun con tanta fantasía, el resultado no superaba el tercio de los votos nacionales que el kirchnerismo sacó en el 2009.
“Esto está terminado”, concluyó el encuestador. ¿Hay alguna posibilidad de cambiar el curso de las cosas?, averiguó el interlocutor. “Ninguna, hermano. Esto está terminado”, repitió el conocido analista.
Una vida sin poder no era vida para Néstor Kirchner. Por eso, quizás, su vida y su poder se apagaron dramáticamente enlazados este 27 de octubre.