La pretensión de cinco diputados, jubilados del Magisterio Nacional, de conseguir una pensión calculada a partir del último salario devengado como legisladores, fue derrotada en la Sala Constitucional. Hasta ahí llegaron los representantes populares en su lucha por impedir la aplicación a sus casos de una resolución de la Junta de Pensiones del Magisterio Nacional (Jupema) que prohíbe calcular las pensiones del Magisterio con base en ingresos ajenos a la educación.
Los diputados, cuyas pensiones van de ¢350.000 a ¢700.000, salvo uno de ellos cuya jubilación alcanza ¢1,6 millones, pretendían obtener ¢3,5 millones mensuales a partir de su salida del Congreso por el solo hecho de haber permanecido en él durante cuatro años.
La pretensión de los diputados no es novedosa, como lo atestigua la medida de Jupema, adoptada en el 2009, precisamente para cerrar el camino a legisladores y otros funcionarios que pedían un nuevo cálculo de sus jubilaciones al dejar la función pública. En algún momento, esas jubilaciones cobraron tal prominencia que recibieron un nombre propio, “pensiones de lujo”, y así se instalaron en el debate público y la indignación popular.
Pretender revivirlas a estas alturas es una dramática demostración de la desconexión existente entre importantes sectores de nuestra política y la realidad nacional. María Antonieta, según los historiadores, nunca sugirió que, a falta de pan, el pueblo comiera pasteles. La frase, empero, recoge a la perfección el espíritu de desapego de la realidad imperante en la corte de Luis XVI. Aquella era una monarquía absoluta y no pueden derivarse símiles sin una grosera exageración, pero sirva la caricatura para recordar la relación entre la estabilidad del régimen, aun el democrático, y su legitimidad basada en la respuesta puntual a las aspiraciones de los ciudadanos.
Cinco diputados, de fracciones muy diversas, no son el Gobierno, pero tampoco son poca cosa. Hay fracciones legislativas con igual o menor número de miembros. Sus desaciertos, además, tienen un efecto acumulativo con otros cometidos en la propia Asamblea y en los demás centros del poder político.
Así, el Poder Ejecutivo se ha sentido en la obligación de exigir explicaciones a otro diputado cuya intervención frena la construcción de un colegio en la zona sur del país. De por medio hay supuestas deudas de la empresa constructora con el legislador y, según la empresa, el pago de importantes sumas al legislador.
El presidente ejecutivo del Instituto Costarricense de Acueductos y Alcantarillados, por su parte, se ve en el trance de renunciar a raíz de un viaje a México, donde se reunió con una funcionaria de la institución. Poco antes de la dimisión, la Procuraduría de la Ética había rendido un dictamen donde le atribuía faltas a las normas contra la corrupción. El viaje se costeó con fondos públicos, y la funcionaria involucrada también es objeto de investigación.
En los ministerios de Trabajo y de Turismo, el escándalo por presunto acoso y relaciones inconvenientes alcanza las más altas esferas, y, en la Cancillería, una funcionaria nombrada con fuerte intervención de la política devengó $50.000 en salarios, solo para darse cuenta, al final, de que no recibiría la aceptación del país donde se pretendía acreditarla.
Los casos citados son muy disímiles, pero tienen en común la despreocupación por la salud y legitimidad de nuestras instituciones que dependen, en última instancia, de la confianza en ellas depositada por los ciudadanos. La obligación de probidad de los funcionarios públicos debe ser observada minuciosamente, más allá de su definición legal e incluso en el reino de las apariencias, porque el descrédito ya tiene años de incubación y el país no merece ver expuesto a semejante peligro lo que tanto tiempo y esfuerzo le ha costado.