La advertencia fue el primer saludo pasado el río Bravo. “Pueden topar con la mala suerte de que los molesten o les mochen la cabeza”, nos dijo un militar armado apenas pisamos México, mientras su compañero revisaba el camión por encimita en busca de armas, dinero sucio o drogas.
“Si tienen la mala suerte de encontrarlos, cooperen. Denles lo que pidan, sea lana (dinero) o camión”, sugirió el soldado con la cara medio cubierta y empapada por el sudor. Para él, pasar invicto por México era cuestión de azar.
Estaba vestido igual que los soldados que nos alcanzarían al día siguiente en la soledad de las carreteras de Tamaulipas, apuntándonos, por si acaso, con sus fusiles grandes directo a la cara.
Este militar también llevaba un fusil de esos colgando del hombro derecho. No lo soltaba mientras daba sus advertencias y preguntaba la ruta por donde saldríamos de Los Indios, el pueblo fronterizo donde se comienza a atravesar México después de cruzar el río Bravo, por el sureste de Texas.
Entrábamos a México por este pueblo de solo tres habitantes registrados. Todos vamos de paso. Había guatemaltecos, salvadoreños, hondureños y nicaraguenses. A veces pasan ticos. Esta vez, solo nosotros, a bordo de un camión con dirección a Costa Rica.
Debíamos tomar rumbo al sur hacia la ciudad de Matamoros y de ahí por el estado tamaulipeco, entre la sierra Madre y el golfo de México.
El soldado quería saber el camino por donde cruzaríamos el país que cuenta más de 60.000 muertos en los últimos seis años por las batallas del narco.
Los Zetas, los del Golfo, la Familia de Michoacán, Sinaola y otros carteles se enfrenten con policías, aparentes policías, fuerzas armadas en una guerra que involucra también a civiles, gente promedio.
Le dijimos la ruta al soldado, pero a medias; los camioneros recomiendan no compartir los planes con nadie, aunque la verdad es que solo hay un camino bueno y depende de la suerte, dijo Alexis, un chapín que suele pasar por ahí.
Por eso van a la segura. Tras pasar la aduana, casi nadie sale de Los Indios si ya el sol va alto. Por eso entramos ese lunes a México y nos hospedamos de una vez en un hotelito fronterizo sin nombre visible y con dos filas de habitaciones de puertas metálicas, como bodegas.
Afuera, un guarda vigilaba decenas de vehículos que el martes saldrían en grupo apenas amaneciera. Temprano dejaríamos este pueblito que ha ido creciendo gracias a los dólares de los choferes temerosos o prudentes. Tres comederos, una farmacia donde cambiar dólares, un puesto de teléfonos celulares, el hotelito y poco más.
Zona de guerra
Varios guías ofrecían su ayuda por $10 para que los choferes no acabaran metidos en Valle Hermoso, Reynosa, el centro de Matamoros u otras ciudades con historial de batallas abiertas entre grupos armados del narco y el Ejército. “Usted va a zona de guerra”, advirtió en el avión Mauricio Boraschi, viceministro tico de la Presidencia a cargo de temas de narcotráfico.
Y si no es zona de guerra, lo parece cuando una caravana de carros del Ejército adelanta a toda velocidad el camión y los soldados van de pie con el ojo en la mira de sus armas. Lo parece también cuando se ven negocios abandonados y con las puertas abiertas. Lo parece también cuando la angustia cubre el rostro de un camionero foráneo varado en las carreteras del norte de México, aunque sea de día.
A las 6 a. m. del martes, un muchacho vestido de rojo dijo que él era el guía y que trabajaba para un tal Pancho. Que lo siguiéramos. Varios choferes dudaron, pero tampoco tenían otra opción y el grupo saldría en minutos. Había prisa por salir ya y temor a quedarse atrás.
Pasamos por las afueras de la ciudad de Matamoros. La calle estaba llena de vida mañanera, con escolares cruzando la calle entre camiones, gente desayunando en los comederos, talleres automotores recién abiertos y ventas de todo a la orilla de la calle. De todo.
También había soldados apuntando siempre hacia nadie. O hacia todos. No se sabe.
Son vigilantes externos de bases militares y policiales instalados en edificios que hace unos meses eran hoteles. Ahí tienen municiones, vehículos y el contingente necesario para desplegarse pronto. Es parte de la respuesta que ha dado el Gobierno mexicano ante la presión de Estados Unidos para que ataque a los grupos narcos en frontera.
Salimos de la ciudad hacia las autopistas por una maraña de cruces y rotondas, con el sol mañanero ya encandilándonos el lado izquierdo. Pasamos frente a una base militar en el momento en que salía una caravana con algo parecido a un tanque. Soldados a bordo apuntaban a los cuatro costados, incluido nuestro parabrisas.
Así anduvimos menos de un kilómetros. Los carros de las Fuerzas Armadas se desviaron por otro cruce y nosotros seguimos por uno de esos puentes que las fotografías periodísticas han mostrado con personas muertas colgando.
Y así entramos a las carreteras solitarias. El guía quedó por ahí, los choferes se dispersaron al llegar a las vías perfectas que cruzan repastos secos en un relieve de lomas suaves. A los lados, entradas de ranchos imperceptibles desde la calle, algún cruce y rectas enormes.
Nos vigilaban
Pasaban pocos camiones, alguna camioneta con vidrios polarizados y, de repente, un bus de la línea interestatal Ado que se caracteriza porque sus choferes siempre saludan a los camioneros. Un alivio.
Y, de pronto, el Ejército. Seis vehículos nos adelantaron a toda velocidad como lo haría también otros convoyes más tarde durante las tres jornadas de recorrido por México. Los vimos allá por Tampico o por Veracruz. En Chiapas, al extremo sur del país, no vimos más que retenes relajados.
Los soldados pasaron observándonos entre su máscara y apuntándonos. Se estacionaron más adelante y, cuando nos alistábamos para ser detenidos o algo así, los rebasamos y ellos dieron vuelta en “u”.
Pudimos seguir sin contratiempos. No paramos más que para fotografiar dos minutos la gasolinera de un terrateniente que tiempo atrás fue secuestrado y después huyó a Estados Unidos, según las historias que contaron varios camioneros guatemaltecos desde que estábamos en suelo texano.
La gasolinera parece nueva. Está en un cruce llamado “Los rayones”, que lleva a Ciudad Victoria o a Soto La Marina. Tenía aún los precios. Paramos a fotografiarla. Más adelante se ve también una tienda abandonada, un hotel pequeño, un restaurante cerrado y un supermercado vacío con las puertas abiertas.
No sabíamos bien en qué punto del mapa estábamos, pero veníamos bien. Doblamos hacia Soto La Marina por el camino correcto y con buena suerte. No topamos a los delincuentes que suelen pedir armados “la cuota”. Son $100, según Marino, uno de los chapines que aún en suelo texano nos había contado de cuando lo pararon en vísperas de la Navidad pasada.
La fotografía de la gasolinera la tomamos a medias. No estaba completamente vacía. Un pick-up blanco estaba parado. Dentro, el chofer solo, haciendo nada. Dos clics con el celular y vámonos. La suerte nos acompañó por todo México, pero tampoco la íbamos a retar.