En la lóbrega tarde del domingo 9 de octubre de 1777, la difunta Jan Saisbury fue enterrada en el cementerio londinense de San Jorge en Bloomsbury. Su esposo la metió dentro de una caja para darle sepultura digna, algo poco común en el siglo XVIII. Sin embargo, el señor Saisbury nunca se imaginó las peripecias siniestras que estaban por ocurrir.
Bajo la luz de la luna de la madrugada del 10 de octubre, llegaron al cementerio el sepulturero John Holmes, su cómplice Peter Williams y la centinela Esther Donaldson, todos vestidos de negro: ellos estaban armados con pico y pala; ella les alertaba ante cualquier intruso. John y Peter se acercaron a la tumba fresca en donde estaba enterrada la muerta, mientras Esther vigilaba. Los tres eran “resurreccionistas”; es decir, ladrones de cadáveres por encomienda.
Se pusieron a cavar. Después de veinte minutos, alcanzaron la estructura dura y hueca del ataúd. John preparó un saco mientras que Peter abrió la tapa. De la caja escapó un olor a muerte. Los dos hombres lucharon por sacar el cadáver y despojarlo de su mortaja.
La lívida cara de la difunta mujer los miró con sus ojos hundidos y abiertos, mientras que la mandíbula tenía una mueca macabra. La metieron dentro del saco empujando sus miembros. ¡No cabía! El cuerpo tieso y desnudo se resistía a entrar en el costal. La forzaron y doblaron hasta que lograron su cometido. Entre ambos arrastraron el pesado bulto, dejando una estela de tierra, y lo subieron a un carretillo. Luego, huyeron con su carga bajo la bruma de la densa neblina londinense...
Antes de que se promulgara la Ley de Anatomía en 1832 en el Reino Unido, los únicos cadáveres a los que se podía echar mano “legalmente” –es decir, con fines experimentales y didácticos– eran los que resultaban de los condenados a muerte. A los reclusos les daba más miedo terminar en la tabla de disección que pararse en el cadalso de la horca. Sin embargo, la demanda era grande, por lo que el robo de cadáveres por encargo fue una práctica común durante los siglos XVIII y XIX.
Los cuerpos eran comprados por cirujanos y escuelas de medicina que los usaban para aprender acerca de la anatomía humana e instruir a los estudiantes. Por las noches, se reunían alrededor del muerto, mientras el profesor enseñaba la disposición y nombre de los órganos, además de cómo hacer disecciones y amputaciones.
Práctica común
Uno de los más famosos cirujanos y cliente de los resurreccionistas –como se les llamó a los ladrones de cadáveres– era John Hunter. Este médico tenía un quirófano detrás de su residencia, en la calle Windmill, donde impartía clases. Detrás de su casa había un pozo en el que arrojaban los restos pútridos de los cuerpos, A estos se les agregaba cal y soda cáustica para apurar la digestión de la carne y evitar malos olores. A ese lugar llegaban tantos cadáveres que la gente protestaba; más de una vez las turbas estuvieron a punto de derribar la casa y linchar al cirujano.
El robo de cadáveres era común y los diarios daban fe del suceso. Una publicación londinense de 1776 dice: "Los restos de más de veinte cadáveres fueron descubiertos bajo un cobertizo en Tottenham Court Road. Se supone que fueron depositados ahí para los cirujanos, de los que se dice hay uno que trata abiertamente con un resurreccionista". Como es de imaginar, alrededor de estos eventos se construyeron aterradoras leyendas, cuentos y novelas de espanto.
Una de ellas, quizá la más trascendental, fue la novela epistolar de ficción Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley (1797-1851), publicada en 1818. En ella se detalla la historia de un monstruo de 2,44 metros de altura construido a partir de cadáveres robados por el obsesionado científico Víctor Frankenstein. Alrededor de la figura del monstruo de Frankenstein se han hecho cerca de 100 películas y un gran número de series de televisión y otras obras, lo cual demuestra el impacto de esta historia.
Una de las más recordadas es La familia Monster transmitida por primera vez en 1964. En esa serie, el protagonista es el gigante Herman Monster, simpático y bonachón antihéroe de 2,5 metros de altura que muestra las cicatrices propias de un monstruo hecho de cadáveres.
Entre las versiones cinematográficas más recordadas sobre Frankenstein se destaca la de 1931. En la película, el doctor Frankenstein crea a un gigante compuesto de cadáveres recolectados secretamente por su fiel asistente, el jorobado Fritz. Al igual que en la novela de Shelley, el anhelo del doctor era darle vida a ese collage de miembros humanos. Para ello, el doctor Frankenstein usaba aparatos eléctricos novedosos, práctica en boga en la primera mitad del siglo XX.
Aunque en el imaginario colectivo, el monstruo de Frankenstein es revivido mediante electricidad, en la novela de Shelley no se mencionan detalles sobre los experimentos que le dieron vida. Aun así, la mayoría de las películas y otras obras conservan la idea central sobre un gigante hecho a partir de un amasijo de cadáveres, que tiene sed de venganza por haber sido rechazado; detesta al doctor Frankenstein, su creador, quien vive agobiado por el remordimiento.
Práctica muy útil
A primera vista, el uso de cadáveres para el estudio y experimentación parece aterrador. Sin embargo, la realidad concreta se trata de una práctica inmensamente útil y común. La diferencia entre el siglo XVIII y la actualidad es que ahora los muertos no son robados de sus tumbas, sino que la mayoría son “voluntarios”. Es decir, los cadáveres y órganos son donados a los hospitales, las escuelas de medicina y los laboratorios, siguiendo protocolos éticos rigurosos.
En la actualidad, los científicos construyen “diminutos monstruos” fusionando células de diferentes individuos. En este proceso se usan leves descargas eléctricas, recreando al doctor Frankenstein de las películas. Estos “monstruos celulares” ayudan a entender procesos genéticos y moleculares que revelan la función de los organismos. Son útiles para comprender la fisiología y producir medicamentos. Varias de estas pequeñas construcciones orgánicas han sido temas de científicos a los que se les ha otorgado el Premio Nobel
Fue gracias a la disección de cadáveres que Leonardo da Vinci (1452-1519) logró sus dibujos magistrales sobre el cuerpo humano y Andreas Vesalius (1514-1564) describió en su magna obra, De humani corporis fabrica, la anatomía humana con el detalle suficiente para ser usada por primera vez por los médicos. Estos trabajos son patrimonio de la humanidad. Ambos son valiosos tanto por su contenido científico como por su complemento artístico.
Los muertos son resignados maestros y la fuente principal de órganos para trasplantes. Con pasiva labor, ellos educan a los jóvenes estudiantes de ciencias médicas y salvan vidas. En Costa Rica, cuando el potencial que ofrecen los “voluntarios” difuntos se acaba y las prácticas concluyen, se les dan las gracias por su servicio al conocimiento y se les proporciona respetuosa sepultura, como debe ser.
Después de 200 años, el monstruo de Frankenstein vive: recuerda las atrocidades que acarrea la discriminación, los derechos que deben tener las personas sobre sus cuerpos y cómo la maldad nace del desprecio hacia los otros. En el clímax del libro de Shelley, el monstruo reclama: “No puedo creer que yo sea la misma criatura cuyos pensamientos alguna vez estuvieron llenos de visiones sublimes, trascendental belleza y de bondad. Aunque así fuere, el ángel caído se convirtió en demonio maligno. Pero ese enemigo de Dios y del hombre, aun en su desolación tenía compañeros y amigos. Yo estoy solo...".