¿Cómo lograba componer Beethoven desde el amurallamiento de su sordera total? Componía con un oído interno: es el mismo que utilizaba cuando realizaba sus caminatas por la campiña vienesa: no necesitaba piano: escribía en sus cuadernos de apuntes las ideas que se le iban ocurriendo sobre la marcha, y después las verificaba en el teclado. Estos cuadernos se conservan y son invaluable material para los arqueólogos musicales, aquellos que gustan de ver de qué manera fue cobrando forma definitiva una obra musical.
Sabemos que Beethoven forcejeó durante 25 años para encontrar el contorno satisfactorio y definitivo de la Oda a la Alegría de su Novena Sinfonía. Oímos la música: ¡es tan simple: unas cuantas frases melódicas simétricas: “pregunta” y “respuesta”, o “antecedente” y “consecuente”!
Ese tema se convirtió en una divina obsesión: ¡la modificó cientos de veces a lo largo de un cuarto de siglo! Goethe le consagró una vida entera a su Fausto, Marcel Proust invirtió 24 años en su macrotexto En busca del tiempo perdido. En el arte, todo lo bello es flor de obsesión: urge purgar esta palabra de su patológica resonancia semántica. Hay obsesiones maravillosas, que nos propulsan como combustible de altísimo octanaje en nuestra gestión vital.
Lucha denodada
Beethoven usaba trompetas auditivas, poniendo la embocadura cerca de su oído, y la campana –a fin de que, cual un embudo, capturara la mayor cantidad de sonido posible– cerca de las cuerdas del piano. Esto producía una significativa amplificación acústica.
La más eficaz de estas trompetas fue fabricada por su amigo Maelzel, que pasó a la historia como el inventor del metrónomo (la pesadilla de todo aquel que vive junto a alguien que está aprendiendo a tocar el piano) y de un alicrejo que imitaba el sonido de la detonación de mosquetes, y que Beethoven utilizó en su obra La Batalla de Wellington: lo más mediocre pero lo más rentable de todo cuanto compuso: así es el mundo.
Sin embargo, las trompetas acústicas dejaron de ser eficaces por pasados los cuarenta años de edad, cuando Beethoven debía aún componer las más sublimes de sus páginas. A menudo tomaba un lápiz, se lo ponía en la boca, lo apoyaba sobre el atril del piano, y procedía a tocar. De esta manera lograba siquiera sentir en los labios las vibraciones directas del sonido.
Para comunicarse con la gente usaba sus hoy famosos “cuadernos de conversación”, que son una cantera inagotable de datos biográficos atinentes a los aspectos más pedestres y domésticos de su vida.
Su secretario y primer biógrafo, Anton Schindler, lo ayudaba con las cosas del día a día. En cierta ocasión llegó a pedirle a Beethoven una suma cualquiera para algunas triviales compras. Beethoven, que no tenía a mano sus cuadernos de conversación, le respondió en la partitura de un cuarteto que estaba componiendo: “Es muss sein?” (“¿Es necesario?”). La observación fue tomada como parte de la partitura, y se coló en su primera edición y en las subsiguientes publicaciones. El cuarteto se llegó a conocer como Es muss sein?.
Muchos musicólogos especularon que la pregunta era una desgarradora interrogación al destino, algo así como: “¿Es necesario tanto dolor para crear el milagro de la belleza?”. ¡Y se fueron de tontos! En realidad, se trataba de la más banal pregunta, una manera de inquirir si la erogación que Schindler le pedía era necesaria.
El estreno de la Novena
Beethoven amaba la naturaleza con fervor pagano. Cada vez que veía un alto y frondoso árbol caía de rodillas ante él y exclamaba: “¡Santo, santo, santo!”. Y lo comprendo. Nosotros hemos perdido la sensibilidad necesaria para deslumbrarnos ante todas esas maravillas naturales que nos rodean y a las que a menudo no somos capaces de concederles siquiera una mirada de soslayo.
El público vienés apreció la música de Beethoven y supo siempre que entre las murallas de la ciudad vivía uno de los más grandes creadores de la historia. El éxito de la Novena Sinfonía superó todo cuanto podía esperarse.
Tal era el entusiasmo de la audiencia que durante la ejecución del Scherzo estallaron espontáneas salvas de aplausos que cubrían a la orquesta y la obligaron a detenerse y comenzar de nuevo. Beethoven, abstraído en la lectura de la partitura, no advirtió lo que ocurría hasta que el director Umlauf llamó su atención señalando al público.
El compositor, incapaz de oír la música, ocupaba un asiento próximo al podio, frente a la orquesta, y marcaba de vez en cuando el compás erráticamente. Al fin de cada movimiento volvía ofuscado varias páginas de la partitura a la vez. Así pues, él fue el único que no pudo escuchar su propia obra. Con los últimos acordes de la sinfonía estallaron atronadores aplausos… y Beethoven no se movía. La contralto Carolina Ungher lo tomó del brazo y lo volteó hacia la sala. Vio el batir de palmas y el saludo clamoroso de pañuelos y sombreros. Fue entonces que el maestro se inclinó.
El secreto
Beethoven tenía un secreto, un don, una facultad con la que muchos grandes creadores han sido bendecidos, pero ninguno como él. Sabía encapsular en sonidos, ritmos y armonías las esencias universales de la naturaleza humana. ¿La esencia universal del dolor? El Crucifixus de su Missa Solemnis.
¿La esencia de la felicidad fraternal? El pasaje del cuarto movimiento de la Novena Sinfonía donde el coro canta: “Arrodillaos, millones de seres, bajo la bóveda estrellada habita un Padre amado”. ¿La esencia de la danza, en lo que esta tiene de más exultante y dionisíaco? El último movimiento de la Sétima Sinfonía. ¿La esencia de la suprema gratitud? El Canto de alabanza para dar gracias al Altísimo por la salud reencontrada de su penúltimo cuarteto de cuerdas. ¿La esencia de la fatalidad, del destino inexorable? El primer movimiento de la Quinta Sinfonía. ¿La esencia de la derrota física y moral? La Marcha fúnebre de la Sinfonía Heroica. ¿La esencia del heroísmo? Virtualmente cualquier pieza que haya salido de la pluma de Beethoven: su motto, su lema era “per aspera ad astra” (Dante): “por el camino del dolor hacia las estrellas”. ¿La esencia del humor? El rondó para piano “la cólera por la monedita perdida”: es exasperante, al tiempo que cómico. ¿La esencia del amor conyugal y del sacrificio? Su ópera Fidelio: déjense estremecer por los riesgos a que se expone la heroína Leonora con tal de liberar a su marido de la cárcel. ¿La esencia de la libertad? El himno final de la Obertura Egmont.
Eso era Beethoven: un cazador de esencias. Expresadas con un máximo de intensidad, y siempre dirigidas a los corazones. Su música interpela al oyente como ninguna lo ha jamás hecho. Es universalmente amado, porque todos encontramos en él algo nuestro, algo que se nos había perdido, y gracias a su música recuperamos.