Dos diputados, de partidos opuestos y grandes aspiraciones, aprovechan el caso Cochinilla para proponer la reducción de impuestos. Una clama reducir el costo del marchamo y otro, rebajar el tributo sobre los combustibles. Ambos parten del beneficio de dejar el dinero en manos de los ciudadanos en vez de trasladarlo al Consejo Nacional de Vialidad (Conavi), donde será robado.
El razonamiento tiene las perversas cualidades de la demagogia eficaz. Para comenzar, parece lógico. Es mucho mejor mantener el dinero en manos de quienes se lo ganaron que entregárselo a la corrupción. Si esa fuera la disyuntiva, el caso estaría resuelto, pero nos veríamos obligados a renunciar a las carreteras cuando las existentes dejen de ser transitables.
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Como segunda característica delatora de la demagogia, los dos planteamientos se dirigen a la esfera emotiva, no a la razón. Aprovechan el enojo para anular la reflexión. Quienes pagamos impuestos no podemos dejar de enfurecernos ante el espectáculo de su robo y dilapidación.
No obstante, las propuestas tienen tanto sentido como dejar de pagar el recibo telefónico, o exigir una rebaja para impedir un nuevo escándalo Alcatel, o cortar el financiamiento de los programas de lucha contra la pobreza como garantía de integridad del Fondo de Desarrollo Social y Asignaciones Familiares (Fodesaf), tan castigado en su momento por la corrupción.
Los diputados no dicen cómo financiarían el mantenimiento de las carreteras. No podría ser con algún tipo de impuesto o contribución porque el destino de esos fondos, al parecer inevitable, es el bolsillo de un ladrón. Variar la fuente de financiamiento —y es difícil imaginar la alternativa— no impediría la corrupción.
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La idea, según la formulación inicial, es eliminar el ingreso de dinero al Conavi para evitar el robo. Tampoco tendría sentido, entonces, sustituir o reformar la institución. Si esa fuera la salida, no habría motivo para eliminar los ingresos. Además, plantear semejante posibilidad adentraría a nuestros diputados en el difícil terreno de la política pública, donde las propuestas se hacen más complejas y carecen de emotividad. Es el terreno donde se forjan las verdaderas respuestas a los problemas del país.
Pero los diputados hablan para la gradería y no aspiran a que les hagan caso en la cancha. Sus absurdas propuestas no van a ninguna parte. La discusión urgente es si este es el tipo de legislador necesario y qué hacer para elevar el nivel.
agonzalez@nacion.com