Para los compañeros que se pierden uno al otro, existe el término viudo. Para los hijos que pierden a sus progenitores, existe el término huérfano. Pero ¿cómo llamar a los padres o madres que pierden a sus hijos?
El Observatorio de palabras de la Real Academia Española propone el neologismo no generalizado huérfilo para referirse a la persona que ha perdido un hijo.
La palabra está compuesta por la raíz indoeuropea orbh-, que significa separar, perder, alejar, y por la palabra filius, que viene del latín y significa hijo. Pero que este término exista no implica que su uso sea aceptable.
No parece ser que se trate solo de un hueco lingüístico, ni tampoco de la necesidad de visibilizar emocional, jurídica y administrativamente una situación dolorosa. Aun cuando se acepte el término, la realidad lo desborda.
El hecho de perder un hijo se encuentra dentro de lo innombrable. Lo indecible. Lo antinatural. Lo monstruoso. Lo brutal. Ante esta realidad, la palabra y el pensamiento son rebasados.
No afirmo, tampoco, que existe frente a este hecho el absoluto silencio. Sí, hay palabras, solo creo que son insuficientes, incluso innecesarias, inoportunas. No vale tanto pensar, sino, sobre todo, sentir.
Es la palabra traspasada por la realidad, transida por abrazos, gritos, lágrimas, dolor, culpa, ausencia. Es el pensamiento pinchado por el corazón, por la sangre, por los huesos, por los tuétanos, por las vísceras, no por la parte cartesiana de la razón que resuelve logaritmos y ecuaciones.
Cuando pienso en el dolor de mi papá y de mi mamá, por la pérdida de mi hermano, no encuentro palabras, no encuentro un pensamiento válido capaz de dimensionar lo impactante de la realidad.
Nada pone en fuga el dolor más grande sobre la tierra: perder un hijo. Solo recuerdo aquello de Julia Kristeva: “Comparado con el amor que une una madre a su hijo, todos los demás afectos humanos resultan simulacros”.
Y resulta que hay cosas que no se pueden decir, no se saben decir, no se logran decir. La palabra en el ser humano tiene una función diseñadora, si se quiere, creativa, dadora de sentido y significado. La palabra decodifica una realidad, la traduce en términos comprensibles, aceptables, lógicos.
Pero la palabra no existe al margen del pensamiento. Ambas, según el filósofo Edgar Morin, tienen una relación causal recursivo-organizacional, es decir, el pensamiento engendra palabras y la palabra engendra pensamientos, pero todo esto no sucedería sin una realidad en la cual acontezca, un humus sobre el cual se desarrolle.
La realidad es como el terreno sobre el cual subyace recursivamente la dialéctica entre pensamiento y palabra. Estamos ante una triada hermenéutica con la cual desciframos las situaciones más sublimes y más fútiles de la vida.
La palabra evoca, busca ser pronunciada, expresada, compartida, diría que incluso busca el sacrificio, la donación. Su sola emulación es ya de consuno un acto dativo: permaneciendo en la mente, expresada por caracteres, fonemas, grafemas o de múltiples formas, llega al otro no sin poco sacrificio, no sin perder algo incluso de sí misma.
En todo viaje del yo al tú la palabra no solo crea un nosotros, también se pierde a sí misma. ¿De qué serviría una palabra pronunciada en el vacío? ¿Para qué una palabra retenida en el pensamiento? ¿Para qué una palabra mordida por el silencio? Y aun en el mismo mutismo de la conciencia, aun en la soledad más profunda, la palabra y el pensamiento combaten, engendran un duelo por domeñar la realidad.
De niños el juego es nuestra patria y nunca nos exiliamos de ella, tan solo adquiere diferentes matices, distintas formas. Conforme pasan los años, se experimenta la necesidad de controlar lo que nos desborda, lo que escapa nuestra capacidad de asimilar, de digerir, de aceptar.
Pero digámoslo claro, hay cosas que no pueden digerirse. Hay cosas que ni siquiera se pueden nombrar, hay momentos en los cuales simplemente sucede lo indecible, o, como diría Jacques Derrida, lo indecidible.
El autor es estudiante universitario.
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