Finalizadas las reuniones en el Centro de Cooperación Española, en Montevideo, un grupo de colegas de varios países tomamos un transporte hacia Punta del Este, al sudeste de Uruguay, en un paseo de ir y volver el mismo día.
Luego de fotografiar sitios emblemáticos, nos pusimos a caminar por la playa. Al tocar el agua del mar con la mano, nos sorprendió lo fría que estaba, pese a lo soleado del día. Mientras lo comentábamos, algunos amigos buscaron un lugar para cambiarse, para zambullirse, lo que interpretamos como una broma.
Quedamos atónitos al ver que, en efecto, cuatro compañeros lo hicieron. A su regreso, pregunté a uno de ellos cómo hizo para nadar en aguas gélidas. En tono triste —como de do menor sostenido— me explicó: «Habrás notado que quienes entramos al mar fuimos los paraguayos y bolivianos. Está claro, no tenemos mar; una tragedia del destino. Los bolivianos aun alientan una remotísima posibilidad, con la demanda que tienen en La Haya, para lograr acceso al océano Pacífico (era el 2013 y no se conocía la resolución negativa que vendría). En el caso de Paraguay es “el abrazo imposible de la Venus de Milo”. Por eso, nadar en sus aguas, aunque heladas, es un acontecimiento más que sensorial, una catarsis».
Mar menospreciado. Durante el regreso, esa revelación me hizo evocar los bellos mares y costas que tenemos en el país, sus aguas tropicales, el lujo de la cercanía con el Atlántico y el Pacífico, la riqueza alimentaria que encierran, la variedad de ecosistemas.
Hoy vuelvo a las mismas reflexiones. Reconozco que hemos desdeñado el feliz destino de tener tanto mar. Una zona marítima diez veces mayor a nuestra área terrestre, a la cual damos la espalda, aunque, según datos del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, diariamente vertemos en ella cerca de 400 toneladas de desechos, equivalentes a unos 120 automóviles. Hemos despreciado el mar al permitir que la pesca de arrastre destruya el lecho marino y la fauna acompañante de los peces capturados en las redes, que es descartada como basura.
De la misma manera desviamos la mirada para no ser testigos de que la población de nuestros litorales se cuenta entre las de menos desarrollo humano. Paradójicamente, poseemos tanta o más riqueza marina que terrestre, pero nuestros compatriotas costeros se cuentan entre los más pobres.
Un estudio del Instituto de Investigaciones en Ciencias Económicas determinó la existencia de 179 conglomerados donde la concentración de población pobre es elevada en las zonas fronterizas y costeras, incluidos los principales puertos y las zonas indígenas y rurales.
Enmontañados. En su libro El costarricense (1975), el filósofo Constantino Láscaris detalla cómo fuimos construyendo el concepto de nación desde la perspectiva del Valle Central, lo cual nos dibuja como una sociedad de «enmontañados», para nada pescadores ni afines al mar.
Quizás eso explica por qué nuestros pescadores artesanales viven literalmente a la deriva y nunca concebimos una industria pesquera propia, ordenada y moderna. Por el contrario, la hemos cedido a empresas principalmente asiáticas y europeas, a cambio de un reducido impacto en nuestra sociedad, pues carecemos de mecanismos para cuantificarlo. El empleo de satélites y rastreadores GPS debería ser una alternativa de bajo costo y mucho beneficio.
El país atraviesa una de las más serias encrucijadas sociales de su historia. Anclados en la urgencia por equilibrar las finanzas del Estado, las cargas tributarias y otros costos operativos sangran a muchas familias y empresas, lo cual dispara el desempleo, la informalidad y la desigualdad.
Hemos tocado fondo. Es hora de explorar nuevas rutas para el desarrollo del país, de ver el mar de frente y valorarlo como nunca antes. De dimensionar su enorme potencial y aprovecharlo con criterio sostenible para las actuales y futuras generaciones.
El autor es economista.