El país está en la antesala del proyecto de infraestructura de movilidad de mayor repercusión: el tren eléctrico metropolitano.
La pandemia y el calentamiento electoral han generado mucha desinformación sobre el costo, los estudios, el subsidio, los efectos de la crisis.
Para muchos, pagar $1.550 millones por 85 kilómetros (km) es muy caro. Incorrecto. Los 16 km de la línea 1 del metro de Panamá ascendieron a $1.880 millones. En palabras simples: el costo por kilómetro lineal fue de $117,5 millones. El propuesto de Costa Rica ronda los $18 millones por km.
Para otros, el proyecto podría hacerse con $1.000 millones y la propuesta del 2013, de la consultora Ineco, se lograba con menos trenes (54 al 2025) y frecuencias de 8 a 10 minutos, principal razón de reducción.
Lo que no ha sido dicho públicamente es que, según los estudios, se necesitarían 92 trenes al 2045, es decir, un 27 % más que los 72 proyectados por el Incofer al 2055.
Comparar la primera fase de un plan contra su total es engañoso. Adicionalmente, el proyecto del 2013 contemplaba 62,8 km.
Reducir las salidas de 5 a 8 o 10 minutos en horas pico sería una opción en fases iniciales, mas no es factible para satisfacer la demanda futura ni la rentabilidad.
Reducir la frecuencia obligaría a traer trenes con mayor capacidad (más de 70 metros de largo) y para eso se requieren andenes que sobrepasen la distancia máxima de nuestras cuadras (100 varas) en centros urbanos.
Tendría, además, costos adicionales por la necesidad de propiedades más grandes para albergar garajes y talleres de mantenimiento y reparación.
Más aún, los 92 trenes planteados en el proyecto anterior significarían frecuencias mayores (cerca de 3 minutos) para atender la demanda estimada en ese estudio.
Otra crítica son los cruces a nivel con esas frecuencias. Desnivelar es muy costoso y esa decisión debe hacerse con estricto apego a la evidencia para resguardar el costo. Por ello, los cruces a desnivel se fundamentan en el criterio establecido en el Highway Capacity Manual (HCM) de Estados Unidos.
En sencillo, todo cruce cuya demanda vehicular promedio ascienda a 2.000 vehículos o más por hora, de aquí al 2055, se desnivela para mantener un flujo estable o casi libre, según el nivel C del HCM.
El proyecto actual va más allá al incorporar 14 cruces desnivelados adicionales, solicitados por Ingeniería de Tránsito del Ministerio de Obras Públicas y Transportes (MOPT), para un total de 72 —subterráneos entre la antigua estación al Atlántico y plaza González Víquez, y elevados los restantes—.
De hecho, el proyecto de Ineco no contemplaba costos de cruces a desnivel. En el proyecto actual representan $400 millones de los $1.500 millones de inversión. Es decir, con los mismos desniveles y sin traer a valor presente la inversión del proyecto del 2013, representaría la misma inversión que el actual (pero con 18 trenes y 21 km menos).
Aquellos cruces que queden a nivel no generarían el caos vial que algunos vaticinan. Los trenes tipo tram son diseñados específicamente para la interacción urbana y de cercanías con altas frecuencias, como en las ciudades de Zaragoza, Medellín, Dublín, Utrecht y Londres, entre otras.
Los cruces cada 5 minutos en horas pico no suponen una interrupción superior a las generadas hoy por los semáforos vehiculares. Con fines ilustrativos, en dos minutos de un semáforo pasan unos 8 automóviles o un tren con 600 pasajeros en hora pico. Los semáforos en verde de la avenida segunda duran 46 segundos. Obstáculo ficticio para el proyecto.
Subsidio. En Costa Rica nunca se ha subsidiado el transporte público. Hacerlo tampoco quiere decir que no es rentable para la sociedad.
Es incorrecto pensar que las tarifas deben cubrir la operación. De hecho, solo cinco países logran recuperar el 100 % mediante tarifas (farebox recovery ratio). El resto de los sistemas de transporte mundiales son subsidiados porque no se trata de su rentabilidad financiera, sino económica —el bien que generan a la sociedad— ya sea reduciendo costos y lo que los economistas llamamos externalidades positivas (beneficios positivos sociales).
Para usar el mismo ejemplo anterior, la línea 1 de Panamá precisa un subsidio anual de $40 millones. Al propuesto en Costa Rica se le está dando un rango amplio y dependerá de la mejor oferta del concesionario, de entre $50 millones y $150 millones.
Aun en ese escenario, la rentabilidad —considerando el subsidio— reportaría ganancias por el orden de los $3.000 millones. Este tipo de proyectos hacen un balance entre el aporte del Estado y del concesionario a fin de garantizar la demanda y la operación.
Estas garantías de demanda son comunes en concesiones: tanto el aeropuerto El Dorado y el futuro metro de Bogotá como nuestra propia concesión de la ruta 27 contemplan cláusulas de garantía de demanda.
Hablemos de otro elefante blanco. En Costa Rica subsidiamos las carreteras: ni los peajes (excluida la ruta 27 en concesión) ni el marchamo cubren el fondo para mantenimiento ni tampoco nuevas inversiones en infraestructura vial —normalmente con préstamos—.
Para ello, el 29 % de los ingresos del impuesto a la gasolina nutren el restante para mantenimiento, y los créditos los pagamos con la recaudación de IVA y renta principalmente.
Mientras menos de un cuarto de los viajes del país se llevan a cabo en automóvil y ocupan el 76 % del espacio de nuestras carreteras, más de la mitad se efectúa en transporte público, lo cual representa cerca del 22 % del espacio vial.
Es lógico destinar un porcentaje a subsidiar un medio que mueve más personas, reduce el uso y desgaste de las vías, y produce ahorros de costos de oportunidad —ambiente y salud—, así como oportunidades nuevas de reactivación económica a través de potenciar el valor del suelo y el desarrollo inmobiliario.
Los estudios. El punto principal de los detractores del proyecto es que la rentabilidad está sobredimensionada. Se basan en que para el cálculo se utilizó el salario promedio y no el mínimo.
Si se usara ese valor para la estimación, la rentabilidad sería cercana a los $1.500 millones, en vez de $3.000 millones. Dicho de otro modo, aun en un escenario como el que los críticos señalan, la rentabilidad para el país es contundente.
Quienes cuestionan el estudio hacen caso omiso del punto contrario: los estudios subvaloran la rentabilidad.
Los estudios son bastante conservadores, utilizan un escenario que excluye una futura alimentación de pasajeros a causa de la sectorización de buses —lo cual elevaría la demanda y rentabilidad— y, por otro lado, las externalidades positivas gracias a la potencialización de valor del suelo y a los efectos multiplicadores de futuros desarrollos inmobiliarios en torno a 46 estaciones.
Y aunque algunos arguyen que esas apreciaciones no generan un aporte directo al tren, el impacto positivo en el fisco (aunque vaya a caja única) dará para sufragar la inversión y el subsidio.
Afrontar el costo. La economía del país atraviesa un momento delicado y la pandemia la profundiza, está clarísimo.
La covid-19 no durará por siempre y aquellos países que han ido saliendo de la crisis dan señales de recuperación en el uso del transporte público: Hong Kong, un 95 %; Nueva Zelanda, un 81,5 %; Dinamarca, un 73 %. Costa Rica no debería ser la excepción.
La pospandemia y el periodo de gracia del préstamo del BCIE brindan el espacio suficiente para que el país afronte la operación crediticia, que no comenzaría a pagar sino hasta el 2030.
Nuestra economía debería, para ese entonces, haber repuntado. De hecho, Moody’s, pese a bajas recientes en la calificación de riesgo, estima que la situación fiscal del país debería balancearse a partir del 2024.
Pero la pregunta esencial es: ¿Podemos continuar haciendo frente al costo del modelo de ciudad actual? El costo que merece la atención lo tenemos delante, cada vez que se hace necesario salir de casa: la ciudad.
Somos los habitantes de esta gran ciudad, o Gran Área Metropolitana (GAM), quienes vivimos una decreciente calidad de vida y, según cálculos del Estado de la Nación, nos pasa una factura cercana al 10 % del PIB entre impactos en salud, congestión, importación de combustibles y pérdidas de productividad y competitividad. Décadas de cortoplacismo nos heredan este antimodelo de ciudad.
Tenemos hoy la oportunidad de hacer la primera gran apuesta por integrar la GAM, de catalizar el desarrollo urbano, de reducir nuestros costos de traslado y congestionamiento. Tenemos también la oportunidad de plasmar los cimientos de un proyecto que va más allá del tren: el futuro de la ciudad y de cómo queremos vivirla.
El autor es economista especialista en planificación urbana.