En mi artículo del pasado 7 de este mes (“Qué no nos dice el presupuesto nacional”), un forista comentó que para hacer caminar “ese elefante echado que es el Estado, hacen falta más que teorías, por muy válidas que sean”.
Le respondí que la teoría a la que se refiere, no “teorías”, es la escrita en nuestra Constitución Política, no otra. Y la ciencia que digo hay que comprender y aplicar es la delimitada por la máxima “no hay mejor praxis que una teoría bien aplicada”.
Es cierto que el Estado se volvió un elefante echado. El asunto es que durante 37 años de laborar en el sector público ejecuté y sistematicé múltiples procesos, comportamientos y reestructuraciones institucionales, produje publicaciones y decretos ejecutivos oficiales en Ofiplán, me dediqué a la docencia en la Escuela de Ciencias Políticas de la UCR y produje múltiples investigaciones científicas sobre el fenómeno público.
Ello me dio sólidas bases para afirmar, desde 1974, que la madre de los problemas aquí es que ningún partido ni operador político ni analista ni centro de estudios busca entender el fenómeno por el cual todos juran cumplir la Constitución y las leyes solo para darse cuatro gustos incumpliéndolas desde el día siguiente sin nunca verse obligados, presidentes y ministros, a dar cuentas integrales de sus deberes y atribuciones, según el esencial artículo 140 (sobre todo los numerales 3, 8 y 20).
Peor aún, sin nadie pedirlas o exigirlas en la inconfundible letra del artículo 11 constitucional, lo cual corresponde en una primerísima instancia a la Asamblea Legislativa con el auxilio obligado de la Contraloría y la Defensoría de los Habitantes. Mi sempiterna aseveración es que nunca los legisladores ni estos fiscalizadores superiores han querido hacer de Dios y patria como debían.
La teoría o concepción publicista sencillita es que hay reglas de juego concretas y claras en nuestra Constitución Política, establecidas para que los meros costarricenses, sin tener que ser o tener que poblar el país de finlandeses, franceses, irlandeses o alemanes, podamos ser más serios, responsables, consistentes y comprometidos en el ejercicio de las funciones que los políticos desempeñan, cuando menos, durante cuatro años y, a lo largo de toda una vida, los burócratas de carrera.
Hay una seriedad colectiva en los países desarrollados, producto de la maduración de concepciones y mecanismos burocráticos y de “servicio civil”, así como de institutos formadores de verdaderos estadistas para ocupar cargos públicos, todo lo cual acerca su realidad jurídica a su realidad política, al contrario del jolgorio que vemos en Costa Rica en el creciente ejercicio desgarbado e improvisado del poder legítimo.
Malos resultados
¿Más ciencia (no leguleyadas, como algún lector negacionista espetó hace mucho)? No solo se incumple la Constitución en sus múltiples normas que exigen un único mínimo comportamiento de presidentes y ministros, legisladores, fiscalizadores y defensores para gobernar, legislar, fiscalizar y exigir cuentas con plena eficacia y sin tanto problema fiscal, sino también hay una profusa evidencia de malos resultados que el informe del Estado de la Nación y otras fuentes nos revelan cada año, con respaldo estadístico en casi todo campo del desarrollo productivo y social, pero que ninguno atina a asociar con el incumplimiento recurrente de deberes y funciones dispuesto globalmente, así como en todo campo o sector de actividad gubernativa.
Lo afirmo porque, en primer lugar, persiste un desconocimiento integral sobre lo que es la dirección y planificación gubernativas llamadas a introducir una visión conceptuosa inmejorable para lograr el indispensable orden y racionalidad cognoscitiva y operativa de cómo bajar a tierra el artículo 50 de la Constitución, y con este todos los demás derechos del habitante.
Tal desconocimiento es lo que lleva a la terrible desarticulación entre instituciones (mucho más grave que las descoordinaciones que dicho informe refiere).
En segundo lugar, sigue sin reconocerse que en ambiente, industria, agricultura, turismo, trabajo y seguridad social (pobreza incluida), educación, salud, transportes y obra pública, vivienda, etc., hay leyes como la LOA, Fodea, Promoción de la Competencia, Código de la Niñez y la Adolescencia, General de Salud, la Fundamental de Educación y varias otras que están por encima de las leyes específicas de cada institución —casi todas visionarias y excelentes pero incumplidas—, que ya constituyen partituras o protocolos superiores para el excelente desempeño e impacto gubernativos en todos esos campos y que, de aplicarlas integralmente, habrían evitado tales descoordinaciones y bajos impactos socioeconómicos.
Artículo 50
La articulación pragmática y eficaz de lo productivo, mas también de lo social y ambiental, que entraña el mandato del artículo 50, exige leer y entender correctamente, no ignorar, la Ley 6227 de 1978 (artículos 26.b, 27.1., 98, 99 y 100), pero también la 5525 de 1974, cuyo objetivo superior es poner a toda la Administración Pública a bajar a tierra dicho artículo 50, y hacerlo con una amplia y consistente participación de la sociedad civil.
Aquí hay que ver cómo los poco menos de 60 ministerios y autónomas importantes (no 320) tienen que operar bajo la dirección política inequívoca de cada poder ejecutivo por sectores de actividad y en toda región de desarrollo.
Si estudiosos del fenómeno público nacional se molestaran en reconocer y estudiar los decretos sobre sectores y regiones (sobre todo los de 1983 y 1984, distorsionados por el Mideplán mismo en decretos posteriores), descubrirán que las reglas de juego entonces aprobadas para operativizar el modelo de país en la Constitución no podrían ser más pragmáticas y coherentes al crear dos pequeños gabinetes con únicamente ministros rectores de sector en lo productivo y lo social (habría que agregar lo ambiental hoy), para luego, en el gabinete, amalgamar la visión global más articulada deseable de la gran política gubernativa.
Los ministros luego bajaban a sus sectores para, ahí sí, reunirse con presidentes ejecutivos y grupos de interés del sector con miras a acordar programas coherentes de trabajo sectoriales e intersectoriales y prever lo mismo en toda región.
Y todo con el acompañamiento inexcusable del Mideplán en la totalidad de los ámbitos, incluido este, de pequeños gabinetes, sin cortar los circuitos —como ha ocurrido— que permiten mantener integrada la visión conceptual y la dinámica operativa de un plan nacional de desarrollo como instrumento fundamental de conducción del propio presidente.
Lo sabio y prudente es resucitar y poner a prueba, con la conciencia y urgencia apremiantes de hoy, lo que hace décadas demostró por unos pocos años funcionar bastante bien.
Todo presidente podría actuar como el estadista, no el economista o politólogo o abogado, que por fin entendería cómo es q’ era la cosa para pasar a la historia como los grandes transformadores del país.
El autor es catedrático jubilado de la UCR.