El gobierno de unidad esbozado por el presidente electo, Carlos Alvarado, invita a los partidos de oposición a proponer ternas para casi la mitad de los despachos ministeriales y las presidencias ejecutivas. Es un planteamiento generoso y, al mismo tiempo, realista, en un país con el cuerpo político tan dolorosamente fragmentado. El gabinete compartido también aspira a ser reflejo de un programa de gobierno común. Por eso, los socios del Ejecutivo deberán suscribir acuerdos concretos para orientar la gestión legislativa. La idea no es repartir puestos sin ton ni son.
Aparte de generoso y realista, el planteamiento tiene sentido práctico. Ninguna agrupación puede gobernar por sí sola y la Asamblea Legislativa no se moverá un milímetro sin acuerdo previo, negociado con detalle. El gobierno ganaría celeridad si consigue firmar compromisos desde el principio.
Los 59 puntos del acuerdo nacional suscrito a mediados del año pasado por casi todas las fuerzas representadas en el próximo Congreso son un buen punto de partida. También sirve de base el convenio entre el presidente electo y Rodolfo Piza, excandidato de la Unidad Socialcristiana. Otras agrupaciones procurarán añadir sus prioridades a la agenda.
La iniciativa es loable e interpreta con acierto el mandato surgido de las urnas, pero incorpora una garantía de dudosa eficacia y poca elegancia. Si la fracción legislativa de algún partido incumple los acuerdos suscritos, los ministros y presidentes ejecutivos de esa agrupación pierden el cargo.
Como incentivo del cumplimiento, la medida es totalmente ineficaz frente a las agrupaciones dispuestas a suscribir un acuerdo programático sin aceptar puestos en el nuevo gabinete. Ese es el caso, al menos por ahora, del Partido Liberación Nacional, dueño de la fracción más numerosa.
Tampoco será fácil cumplir la promesa de integrar el gobierno con los mejores talentos si, aparte de los sacrificios del servicio público, a los ministros y presidentes ejecutivos se les hace rehenes del desempeño parlamentario de sus partidos. Además, cabe preguntar por el caso de un buen funcionario, cuyos programas sean merecedores de continuidad.
Y si el presidente decide dar un pacto por roto y ejecuta la garantía, ¿podrá reconstruir, más adelante, una relación con el partido expulsado o deberemos entender todo distanciamiento como definitivo? Es más seguro confiar en el costo político de incumplir acuerdos útiles, detallados y bien publicitados.
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Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.