El estado mexicano de Guerrero, un destino privilegiado para miles de turistas cada año, es hoy epicentro de una intensa sacudida originada en el submundo de las drogas y la corrupción policial. Así, las imágenes de Acapulco y de tantas otras atracciones naturales se ensombrecen con creciente frecuencia por hechos cruentos cuyo impacto en las estadísticas del turismo no se hacen esperar.
Eso es precisamente lo sucedido desde el 27 de setiembre cuando 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa, que prepara a maestros escolares, desaparecieron tras una serie de protestas callejeras contra el cierre de la institución. Las últimas versiones señalan el apresamiento de numerosos manifestantes que, de manera selectiva, fueron montados en vehículos presuntamente destinados a centros de detención policial. Son jóvenes de entre 16 y 20 años.
Desde esa noche, nadie parecía recordar o conocer el destino de los apresados. A la semana siguiente, en las inmediaciones de Iguala, se encontraron fosas con 28 cadáveres descompuestos de presuntos normalistas. Algunos habían sido quemados y otros, descuartizados, lo cual complica su reconocimiento.
Sin resultados concretos de las investigaciones y en medio de una espiral de cuestionamientos de las versiones oficiales, la presión desbordó los límites de Guerrero y se volcó a otros estados, hasta arribar al Zócalo capitalino, donde hubo manifestaciones multitudinarias. La ciudadanía exige del Gobierno federal tomar cartas en el asunto y proporcionar respuestas claras.
Por otra parte, la presión es ahora internacional, con llamados de Gobiernos extranjeros y de la escala completa de organismos defensores de los derechos humanos, en especial los ubicados en Washington. Ya la ONU, la OEA y otras organizaciones han puesto el dedo en la llaga. Sus demandas ya no caben en el marco de los meros pedidos y, en la prensa mundial, el proceso ha sido similar.
La masacre en Iguala ha generado pasiones alrededor del globo. No es para menos. También ha sacado a la luz los engranajes que comunican a los carteles de la droga con la Policía, así como la subordinación humillante de supuestos ejecutivos en las alcaldías y los palacetes de las gobernaciones.
El procurador de Justicia de Guerrero, Iñaky Blanco, reveló que dos presuntos narcotraficantes y un policía confesaron su participación en el asesinato de los estudiantes en un cerro de Pueblo Viejo, donde la Policía encontró las fosas. Los detenidos dicen pertenecer a un grupo denominado “Guerreros Unidos”, en el cual contarían con la complicidad de 30 policías.
La organización criminal es una de las bandas menores surgidas del debilitamiento de los grandes carteles de la droga en la zona. Se dedica al narcotráfico hacia los Estados Unidos, pero, también, ejecuta secuestros y extorsiones. Sus miembros son hombres jóvenes, de entre 16 y 25 años, muchos de ellos antiguos sicarios del cartel de los hermanos Beltrán Leyva, cuyo líder murió en un enfrentamiento con la Policía, que luego capturó a sus principales secuaces.
Las causas de la masacre aún no están claras, pero la participación de narcotraficantes y policías demuestra, una vez más, que el mapa del poder en México está urgido de revisión. Igual sucede con el grado de autonomía que atesoran los endeudados con las mafias locales.
Con agrado vemos el fortalecimiento de las protestas contra los quebrantos a las normas de protección de los derechos fundamentales y las incipientes respuestas gubernamentales motivadas por esos reclamos. Por eso, es preciso seguir con sumo interés la determinación que, finalmente, haga la Justicia mexicana sobre los hechos de la masacre en Iguala.