Las sirenas sonaron y las campanas repicaron en lo alto de las iglesias de la capital pasadas las 3:15 de la tarde, el 3 de diciembre de 1957. San José era el escenario de una noticia que recorría los titulares de la prensa regional y que atraía la atención de médicos de todo el mundo. De hecho, desde Italia y Estados Unidos habían llegado especialistas para presenciar aquel acontecimiento sin precedentes: una mujer de 42 años daba a luz a cuatro niñas, concebidas de forma natural. Nacían las primeras cuatrillizas de toda Centroamérica.
Para entonces, doña Auristela Vargas ya tenía otros nueve hijos vivos –además, ocho habían muerto– y este era su embarazo número 18. Los preceptos de la fe católica no le permitían planificar, recuerdan sus hijas. Además, faltaban tres años para que la primera píldora anticonceptiva se comercializara en Estados Unidos. Nadie pudo haber anticipado lo que sucedería, pues ni siquiera había antecedentes de gemelos en la familia.
Aquellos también eran tiempos en los que aún faltaban unas dos décadas para que el equipo de ultrasonido llegara a Costa Rica. En octubre, a sus cinco meses de gestación, Vargas salió a caballo desde el pueblo de Jaris de Mora –no había otra manera de llegar hasta la urbe– para ser atendida por un médico. Su trabajo como maestra le garantizaba la posibilidad de recibir servicios del área de maternidad del Seguro Social.
“El abultamiento era tan exagerado que no correspondía a cinco meses de gestación, que era lo que calculábamos el doctor Constantino Urcuyo (Gallegos) y yo. Una radiografía nos dio la gran sorpresa: eran cuatro fetos”, relató entonces Alfonso Acosta Guzmán, fundador del servicio de Gineco-Obstetricia de la Caja Costarricense del Seguro Social, y quien recibió a las cuatrillizas Méndez Vargas.
De todo el país llegaron arreglos florales y cartas de felicitaciones para doña Auristela y su familia. “Al propio tiempo, numerosas casas comerciales hicieron ofrecimientos de regalos para las niñas; no es para menos”, reportó La Nación un día después del parto.
Incluso, el presidente José Figueres Ferrer y la primera dama Karen Olsen se apersonaron en el hospital. Ella regaló unas batitas para las niñas, y el mandatario le pidió al Magisterio Nacional que le adelantaran la jubilación a Vargas para que pudiera dedicarse a cuidar de sus hijas.
Han pasado casi 58 años desde entonces y los registros de nacimientos múltiples se han engrosado en los registros de la Caja. Tan solo entre el 2000 y el 2013, 142 niños nacieron como cuatrillizos y quintillizos. Ahora son más comunes, pero no por eso han desmerecido los titulares en periódicos y noticieros.
Una vez pasado el boom en el que llueven obsequios y donaciones, los compañeros de vientre continuaron con el siguiente paso: vivir. Lejos del ojo público, pero no ajenos a los curiosos cuando cuentan la peculiaridad de sus natalicios, todos buscan la manera de crear su historia y descubrir la individualidad que, con el paso de tiempo, se convierte en una necesidad vital.
Las tres Marías
El parto de Doña Auristela se tornó tan célebre, que las niñas no fueron nombradas al instante de su nacimiento, sino que ella y su esposo, Ricardo Méndez –un agricultor de 44 años–, autorizaron a un diario nacional a publicar una encuesta entre sus páginas para que el país entero pudiera elegir los nombres de las cuatro niñas.
Tras conocer la noticia del alumbramiento, las monjas del Policlínico (hoy hospital Calderón Guardia, donde las bebés nacieron por cesárea) se aventuraron a lanzar cuatro nombres: María del Pilar, María del Milagro, María del Rosario y María Jesús.
Finalmente, con 105 votos cada uno, fueron elegidos María del Rosario, María del Pilar, María de los Ángeles (la única a la que no le gusta su nombre y hubiera preferido llamarse María Ángela) y María del Milagro, quien no sobrevivió más de un mes debido a una falla cardíaca.
Pilar y Rosario venían dentro del primer saco amniótico –tienen gran parecido, pero no son idénticas– y en el segundo, Marielos y María del Milagro.
Al calor de la conversación no solo se perciben las diferencias en los rasgos físicos de estas santaneñas, sino también en el carácter. Pilar es la más extrovertida de todas, la única que se atreve a hablar frente a la grabadora de la buena figura que tenían en sus tiempos de juventud y sobre los muchos pretendientes que siempre tuvieron por ser tres. Mientras posan para las fotografías, se la pasa evitando que se le mojen los ojos por la nostalgia.
Rosario parece la más seria y es la única que ya tiene título de abuela. Se cree que fue la que nació primero y se recuerda a sí misma como la más “malcriadilla”. Fue la más noviera, y su sueño fue haber tenido gemelos –no se le cumplió–, tal como lo confesó en un reportaje en 1991.
Marielos es la más distante de las tres hermanas. Insiste en que era la que jugaba sola, en que no le gustaba que la vistieran igual a sus hermanas o que la llevaran como estrella al programa infantil Chungaleta . En muchos momentos de la entrevista, entraba en desacuerdos con las palabras de Pilar y Rosario en cuanto al vínculo que las une o sobre temas tan sencillos como por qué era la que salía siempre en el centro de las fotos o quién es la que llama para reunirse en cada cumpleaños.
Era la única que se arrinconaba en el cuarto de sus papás cuando caía la noche. Siempre fue la más chineada por haber sido la que quedó “solita” tras la muerte de María del Milagro, con la que tenía mayor parecido físico. “Yo me imagino que hubiera sido muy apegada a ella”, dice.
Marielos fue la primera en casarse, a los 20 años. “En lugar de estar felices, llorábamos. Era como si se hubiera muerto”, recuerda Pilar. Dos años después le llegó el turno a Rosario, y fue entonces cuando Pilar sintió la marcada la ausencia de sus hermanas en la casa.
Cuando Marielos celebró su primer embarazo, Pilar tuvo un accidente que le provocó una lesión en una pierna. Nunca ha podido determinar si fue por la impresión, que sufrió un aborto. La tuvieron que internar, justo en el mismo hospital donde estaba su hermana.
Rosario entró con un mal gesto a la sala en la que se recuperaba Pilar. “¿Le digo?”, preguntó. Al enterarse de la noticia, Pilar saltó de la cama, pese a la prohibición médica y se echó a perder así la pierna. “Si le hubiera pasado a otra hermana, no sé, talvez no me hubiera levantado”, se cuestiona.
“Yo a todos mis hermanos los quiero... pero hay algo de nosotras, el amor es muy diferente”, afirma Rosario, secundada por Pilar.
Las tres coinciden en que el tiempo y sus propios caminos las han distanciado. Volver a ser tan unidas como en los tiempos de juventud es el mayor de sus pendientes: quizá un viaje de hermanas, quizá tan solo un café.
Gemelos... por dos
Tres décadas y media más tarde, en el Hospital México, una ginecóloga se mostraba extrañada durante la cita de control de Carmen Padilla, oriunda de Sarchí. “No encuentro el corazón y siento muchas cosas ahí”, dijo. La futura madre, con cuatro meses y medio de gestación, creía que tendría gemelos; sentía que le andaban “hasta por la espalda”.
Le mandaron un ultrasonido urgente, que arrojó la noticia de un tercer feto, pero eso a ella no la exaltó, pues apenas era uno más de lo que había presupuestado. Segundos después, notó el gesto serio del médico y preguntó si alguno estaba mal. “No, Carmen, es que hay otro”. Esas palabras cayeron como un relámpago en medio de un cielo sin lluvia.
Sus hijos serían los cuartos cuatrillizos del país (las primeras fueron las Méndez Vargas, hubo otras en el 63, y 28 años después nacieron unos de Naranjo). Su esposo, Melvin Santamaría, insistía en que debía ser un error, que nunca había escuchado algo similar.
Padilla se había sometido a un tratamiento de estimulación para ovular porque deseaban tener un segundo hijo, pero la concepción fue natural. La única explicación que le lograron dar en el Hospital México fue que el único folículo que tenía ese mes maduró tanto, que el óvulo se partió en cuatro.
Al momento de la césarea, doña Carmen pidió que le ligaran las trompas de Falopio para no tener más hijos. Sin embargo, el doctor le recomendó no hacerlo, ya que por ser cuatro sietemesinos, cabía la posibilidad de que ninguno sobreviviera.
La niña fue la última en nacer y requirió oxígeno para reaccionar. “Mamita, respire, respire. Necesitamos que llore, vea que es la única de su mamá”, decía la pediatra en el quirófano.
Ahora, Benjamín, Ánika, Richs y Manix tienen 21 años, y la complexión delgada es lo único que se podría decir que comparten. Atrás quedaron los tiempos en los que trabajaban en equipo para alcanzar las bolsas de azúcar o café, comerse una parte, y desperdigar el resto por la cocina, o para abrir la puerta para escaparse cuando no estaba enllavada.
Richs es el único que terminó el colegio y ahora pasa encerrado en su cuarto haciendo trabajos de computación. Benjamín y Manix trabajan en enderezado y pintura, pero no en el mismo taller. Ánika es la más casera y se convirtió en la mejor compañera de su mamá.
La muchacha recuerda que, por ser la única mujer, sus hermanos la hacían a un lado en los recreos y que Manix –el más celoso de todos– tenía una eterna preocupación por apartarle a los compañeros: “Ya hasta le decían que me dejara en paz”.
Ánika también resiente no haber tenido fiesta de quinceaños, porque, en un sincero intento de democracia, sus papás sometieron a votación el festejo que tendrían. Tres contra una; fueron a la playa.
Para sus hermanos, en cambio, crecer juntos fue sinónimo de seguridad. Si le buscaban pleito a uno, entre los otros dos lo acuerpaban.
Para dicha de doña Carmen, nunca ha coincidido que los cuatro tengan novio(as) al mismo tiempo, pero sabe que en un futuro no muy lejano podría ocurrir. “Espero que vengan (a marcar) a diferentes horas”, les advierte.
Sacar adelante a la familia fue duro para Carmen y Melvin. La casa en la que vivían era pequeña y por eso don Melvin dejó su trabajo como soldador para dedicarse a construir una nueva casa a tiempo completo. Se mudaron con los bebés de un año y nueve meses, en plenas lluvias de agosto y con la casa sin puertas ni ventanas.
La Dos Pinos les llevaba 90 paquetes de leche cada mes y, cuando ya no hubo más dinero, fue necesario canjearlos en un supermercado para garantizarse comida.
Sin haberlo esperado, hace 11 años vino al mundo Melvin, el sexto hijo de los Santamaría Padilla. Cuatro meses más tarde, el padre tomó la decisión de irse por cinco años a Estados Unidos para poder enviar dinero. Ha pasado una década y aún no tiene fecha de regreso.
Hermano de cuatro pares de gemelos, don Melvin hoy se pierde de ver crecer el vientre de su hija. Ánika está embarazada y la ansiedad la carcome ante la pregunta que no podría faltar.
–¿Y es solo uno?
– Eso esperamos. Espero que sí, todavía no sé...
El caos soñado
Melissa Ramos estiró el brazo derecho, tenía días con la presión baja. La enfermera tomó el tensiómetro y estranguló sus arterias llenándole el corazón con sangre, y antes del primer intento por ocluir las venas, Jeikel dio una patada tan fuerte que reventó el saco amniótico de su madre y lo dejó sin aliento por 15 días en una incubadora. Unas horas después, en una sala del Hospital México la primera gota de sangre que cayó al suelo le dio a Melissa lo que su cuerpo y mente le exigían para ser feliz: sentir el amor de madre.
Stefanía, Wálter, Isabella y Jeikel nacieron el 6 de setiembre del 2011 y comparten una vida simple pero no sencilla. Las paredes de la casa están llenas de arte abstracto. Su madre se comprometió a darles la libertad que cualquier niño anhela para experimentar el turbulento proceso de crecer.
El nombre que más se menciona en la casa es Wálter, pero quien más habla es Isabella y es ella quien ayuda a su mamá con las tareas de la casa: acusa a sus hermanos, distribuye los chupones e intenta restaurar el orden cuando los demás se salen de control. Jeikel y Stefanía son tranquilos pero de vez en cuando se unen a los planes de Wálter de escalar la reja del portón en pañales.
Viven en Limón junto a familiares que se turnan para ayudar en las horas más caóticas: desayuno, almuerzo y cena; pero no siempre vivieron ahí. Todo comenzó en Jacó cuando Melissa tomó la decisión de buscar un donante de esperma después de muchos intentos fallidos por quedar embarazada y finalizar su matrimonio. El procedimiento lo realizó en el Hospital CIMA. Las ganas por amar eran más grandes que la suma de todos los pañales que iba a desechar años después. Al lado de su casa, en el barrio los Cocos, tiene una pulpería que considera su quinto y último hijo. Trabaja de siete de la mañana a siete de la noche. La nombró Fannysa: por su mamá, Fanny, y su abuela, Isabel. “Somos una familia de gran matriarcado, yo no ocupo una figura paterna para mis hijos. De por sí, en mi familia ya tengo bastantes hombres que se encargan de eso”.
El 6 de setiembre del 2010, en otra sala de otro hospital, el abuelo de Melissa se despedía de este mundo con 86 años. Ese día no cayó una gota de sangre al piso; sin embargo exactamente un año después, entre una atmósfera agridulce por la nostalgia y el agudo silencio de una sala de espera, no hubo más remedio que celebrar el inicio de cuatro nuevas vulnerables y frágiles vidas.
Un susto de 5 latidos
Se supone que la casa de los Guzmán Rodríguez, en San Sebastián, sea una locura: que los juguetes estén regados en el piso, que los niños corran para arriba y para abajo por las escaleras, que no haya un instante de calma. Pero en la tarde del 1°. de junio estaban sentados en una hilera en el sillón, sin chistar, con los uniformes de la escuela limpios y aún planchados. Entre Mi pobre angelito y estos quintillizos, hay una diferencia abismal.
La frustración por no lograr el embarazo se desvaneció en el 2007 para Genner Guzmán y Gabriela Rodríguez. Lo habían intentado durante 10 años y ningún tratamiento había dado el anhelado “positivo”. En el Hospital San Juan de Dios habían dado al traste con las ilusiones; les habían dicho que sería imposible y el expediente se cerró.
Un anuncio en una revista se convirtió en un tímido brote de esperanza en medio de la infertilidad de su desierto. La mamá de Gabriela había leído sobre las inseminaciones artificiales que realizaba el ginecólogo Ariel Pérez. Dice que pagó ¢80.000 y un 2 de setiembre se decidió a probar suerte. Dos semanas después, la buena nueva llegó: por fin serían papás.
“A nosotros nos daba miedo que fueran gemelos, nos daba pavor”, relata doña Gabriela. La posibilidad de que los embriones fueran cinco era de apenas 0,66% . “Uno piensa que no le va a pasar a uno”, recalca don Genner.
La madre de los quintillizos nunca podrá olvidar las palabras de Pérez al momento del ultrasonido: “¡Ay, Dios! Aquí hay más de dos, tres bebés”. La enfermera celebraba con emoción la posibilidad de que fueran trillizos, pero no; el médico sabía que había más de tres corazones latiendo dentro del vientre. Desde ese momento, nunca les volvió a cobrar una consulta o un medicamento.
Dos años después, Pérez saldría al paso de las críticas en una entrevista publicada en La Nación : “Claramente yo no soy responsable de todos los embarazos múltiples. Tengo algunos, pero no todos (...). Cuando veo las cifras que me muestra, me doy cuenta que no, son demasiados los casos. (…) Claro, cuando uno atiende tantos pacientes diariamente (35 parejas por día) es normal que en sus propias estadísticas estos casos inusuales, sean menos inusuales”.
Las lágrimas de Rodríguez afloraron en aquella camilla, no de emoción, sino de miedo. “Yo sentía que me iba a descomponer del susto”.
Sin saber cómo darle la noticia a su esposo, llamó a su cuñado, que es pastor, para que la acompañara. Cuando don Genner los vio llegar, creyó que ella había perdido al bebé.
“Me quedé en blanco. Uno lo que piensa es: ‘Todo se convirtió en color dinero’”, dice, con Arianna sobre los regazos. La niña tiene parálisis cerebral.
Isaac, Raquel y Samuel están en segundo grado de la escuela República de Haití, en Paso Ancho. Derek nunca pudo salir del hospital, y falleció a los 19 días debido a una hemorragia pulmonar. Cada día, antes de comer, los pequeños oran por su hermanito y, cuando en la escuela se refieren a ellos como “los trillizos”, de inmediato salen en defensa de su naturaleza: “Somos quintillizos”.
La familia pudo reunirse hasta que los niños tuvieron cinco años, pues entonces la casa era demasiado pequeña y doña Gabriela prefirió quedarse viviendo en casa de su mamá, en Pavas, donde también recibía la ayuda de sus hermanas para cuidarlos.
Isaac –el que levanta la mano cuando se les pregunta quién es el más peleón– sueña con algún día ser agente del Organismo de Investigación Judicial (OIJ), Raquel será veterinaria o escritora y Samuel es el que tiene el gusanillo artístico: pintará y cocinará.
Por ahora, todos tienen pequeños trabajos. A sus ocho años, lavan la vajilla de plástico, barren, limpian, doblan ropa y ayudan con el cuidado de Arianna.
Don Genner duerme en un solo cuarto con Isaac, Samuel, Raquel y Pablo (hijo solo de él). En el otro, tratan de conciliar el sueño doña Gabriela y Arianna.
A las 4:30 de la mañana, el padre se pone en pie y comienza a alistar desayunos y a meter los niños en la ducha. Los turna para que no peleen por quién se baña primero y quién se gana unos minutos más entre las cobijas.
A las 6:15, sin falta, los tres llegan a la escuela. Están en la misma clase, pero prefieren no jugar juntos en los recreos para subrayar, con lápices de colores, su propio espacio. Faltan 45 minutos para que suene la campana, pero entienden que luego se necesita la microbús para ir a dejar a Arianna al Centro de Educación Especial La Pitahaya.
“Todo tiene que ser totalmente estructurado, porque si no, se vuelve loco uno”, admite don Genner.
Tienen horas para hacer las tareas cuando regresan a casa. Juegan sin quebrar nada. No hay juguetes regados. No pelean, excepto por el control del televisor; después de todo, son apenas unos niños, todos creciendo al mismo tiempo, todos bajo el mismo techo.
Como scouts en lo silvestre
La primera travesura fue a los dos años cuando llenaron el piso de la cocina con aceite y se tiraron de panza como si fueran pingüinos. La segunda fue vaciar un tarro de talcos que dejó a Yamileth Solano en el sillón de la sala llorando de la desesperación. Niños empanizados corriendo por toda la casa es un caos inolvidable.
Era una tarde como cualquier otra en Sitio de Mata de Turrialba cuando en el televisor salió Ariel Pérez hablando sobre la fertilización in Vitro . Yamileth tomó nota y esperó a Douglas Jiménez, su esposo, a quien en el 2000 la empresa Rawlings le otorgó un reconocimiento por ser el mejor empleado de mantenimiento.
Se enamoraron cuando tenían 18 años y a los 19 se casaron. El tratamiento de fertilidad duró nueve meses y a los 22 días de hacerse la inseminación, un 19 de diciembre la prueba de embarazo dio positivo . Yamileth tenía 32 años cuando dio a luz en el Hospital Calderón Guardia y 13 años de intentar quedar embarazada. El 4 de enero se realizó un ultrasonido en el que solo vieron un bebé; 15 días después en otro ultrasonido, contaron un total de ocho diminutos pies; pero este último número sería el más determinante de todos.
Nueve años después, la mirada de Angélica, Julián, Ariel y Yerbis tiene la fuerza de una avalancha cuando ven hacia arriba para contar que en el bosque se puede caminar por horas, que no es peligroso y que estar entre lo desconocido e infinito, juntos pero solos, los hace felices. Cuando le dan fut , Angélica se raspa las rodillas y cuando juegan a la casita, los niños toman un muñeco y arman un hogar adentro de otro. El patio de la casa no está demarcado por cercas ni muros, hay dos pollos y un mundo donde todo es posible: riachuelos, montañas, perros que persiguen pero que no muerden, los abuelos, un escondite favorito.
En un rincón semiremoto de este país hay una casa que alberga el calor de una familia con niños que dan abrazos chiclosos de los que es imposible despegarse, y eso se atesora; que hacen el mejor fresco de limón; que ahorran para la primera comunión y que no podría ser así, si no fuera por la ciencia; les guste o no. Adentro de esa casa, hay un cuarto al fondo con cuatro camas en las que por la noche descansa un futuro policía, un posible piloto de avión, un veterinario y una platillera que se prepara con ansias para el 15 de setiembre.
Explicar de dónde vienen o intentar racionalizar por qué la ciencia es capaz de lograr lo que la madre naturaleza no pudo hacer no es la prioridad de estas familias. Hay algo que transciende todo esto y los mantiene unidos; ese algo es lo que escribió Leila Guerriero: “y el amor –un embrión flojo pero firme–”.