“Yo voy a llorar, en serio”, advierte Keren Abarca y no miente. Las lágrimas que se escapan de sus ojos nada tienen que ver con tristeza; hoy, no hay tiempo para lamentos.
Isaac, su hijo, tiene siete años y es paciente de Cuidados Paliativos del Hospital de Niños.
Es la primera vez que asisten a la consulta externa de ésta unidad que se ofrece en el Albergue San Gabriel, un centro dedicado a dar tratamiento a niños con enfermedades graves.
Su caso hace que los músculos de sus pies y manos se mantengan rígidos y que movimientos involuntarios se adueñen de su cuerpo, algo que le demanda un enorme gasto de energía.
Este viernes, la historia es otra.
Hoy, su terapia no incluye dolor o tedio. Hoy, su terapeuta no tiene corbata ni gabacha: es peludo, tiene cuatro patas, una colita que se mueve mucho y se llama Jack, un labrador de cuatro años que llegó a trabajar.
Jack es la envidia de cualquier perro. Tiene la mejor tarea del mundo: chinear y ser chineado. Ser adorable a cambio de muchas caricias.
Acostados sobre la colchoneta, Isaac y Jack se funden en un abrazo. Con la guía de la fisioterapeuta Hazel Alpízar, Isaac lentamente acaricia la cara, orejas y el amarillo pelaje de su nuevo amigo. El sueño los envuelve. Su complicidad cautiva.
“La doctorcita me dijo el otro día: ‘le va a ayudar, le va a ayudar’”, cuenta Keren, a quien la impresión no abandona. “Yo nunca había estado en una terapia de perros y nunca me imaginé que les ayudara tanto. Es increíble. Isaac toma un montón de medicamentos y todavía no han podido lograr que se le relajen los músculos. Él no se relaja así. Ésto es como mágico”.
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Peluda terapia
Jack no vino solo. Edmond, Yoda y otros seis perros más de la Asociación Costarricense de Terapia Asistida con Mascotas (Acoteama) llegaron al albergue, así como todos los viernes.
Desde hace unos cinco años, 120 niños del centro reciben terapia canina con los animales de la asociación. Otras instituciones como el Hospital San Vicente de Paúl en Heredia, de la mano de la Fundación Dejando Huella también le han sacado el jugo a las maravillas curativas de los canes.
Además del apoyo emocional que ofrecen, los perros se utilizan como facilitadores y mediadores de estímulos multisensoriales. Así lo explica Hazel, la fisioterapeuta del albergue.
“En el caso de los chicos que son muy rígidos y espásticos, cuesta mucho trabajar con ellos porque hay que empezar con movilizaciones, con compresas calientes y con un montón de cosas para que ellos se relajen”, comenta. “Muchos no se ven en una terapia que les vaya a doler. Muchas veces la estiración puede molestar”.
El calor de los perros, la respiración, el pelaje, las almohadillas de sus patas, sus orejas. Todo sirve. Todas las partes de su cuerpo aportan.
“Los resultados han sido muy buenos”, continúa Abarca. “Le da una apertura a un equipo interdisciplinario con el médico, el psicólogo, la enfermera, nutricionista y terapeuta físico. Ellos se abren y en ese momento te pueden contar si están con dolor, cómo se sienten y un montón de cosas más”.
Se trabaja de forma lúdica. Cuando el doctor ve a un chico deprimido, que esté pasando por alguna situación difícil o teniendo una pérdida en su enfermedad, lo refieren al albergue. “Se traen para que puedan interactuar. Se les sale su niño interior y se empieza a trabajar”, dice.
La inclusión de mascotas en tratamientos psicológicos y médicos no es nueva, ni poco común.
Según la revista científica Frontiers in Psychology, se estima que el primer suceso registrado de este tipo sucedió a finales del siglo XVIII, cuando animales fueron incorporados en instituciones de salud mental para aumentar la socialización entre los pacientes.
En la actualidad, gran número de organizaciones e instituciones en el mundo apuestan por este tipo de tratamiento. Aunque aún no está del todo claro el impacto que puede tener a largo plazo, estudios han demostrado que puede ayudar a reducir los sentimientos de ansiedad y depresión, así como los síntomas del trastorno de estrés post-traumático.
Germinó el proyecto
“La gente no sabe que yo también soy discapacitada”, me dice doña Grettel López. “Fue por eso que nació Acoteama”.
Doña Grettel fundó la asociación hace seis años. Solo ella es dueña de 10 de los perros. Entre los más de 50 voluntarios que se han sumado, tienen a disposición más de 35 perros entrenados.
Aunque la organización inició como un pequeño proyecto sin fines de lucro, su labor se ha expandido y cooperan con instituciones como el Centro Nacional de Educación Especial Fernando Centeno Güell, la Escuela Neuropsiquiátrica Infantil, Cuidados Paliativos del Hospital de Niños y del Hospital de Pérez Zeledón, varias escuelas de enseñanza especial y comunidades de escasos recursos.
“Aquí pasan cosas muy bonitas para las mamás, para los niños, para todos”, asegura convencida.
Su historia, dice, es el vivo ejemplo de la efectividad de la terapia con animales. Ha visto los toros desde los dos lados de la barrera.
“Soy educadora. Empecé a olvidarme de las cosas y a llenarme de moretes. Fui donde un doctor y me internaron. Como a los dos días me dio una parálisis, se me hicieron microtrombos, tenía los riñones dañados y un montón de cosas más. Me dijeron que ya no podía volver a trabajar y que me tenía que incapacitar”.
Le dijeron que se preparara y que preparara a su familia porque le quedaba muy poco tiempo de vida. Le regalaron una perra que venía embarazada.
“Cuando estaba teniendo el tercer cachorro, se le quedó pegado. Yo estaba toda tiesa en una cama, no me podía ni mover sola. A como pude, me tiré y le saqué el perro. Tuvo diez, todos se los saqué”, recuerda.
Los cachorros jugaban con ella, ella con los cachorros. “Yo empecé a sentir y a mover más la mano. Me esforzaba para acariciarlos y para no hacerlo más largo, acá estoy”.
En su recuperación, comenzó a investigar sobre terapia canina en países de Europa y Estados Unidos y decidió crear una asociación que trabajara con personas con discapacidad de escasos recursos. “Es una motivación muy grande”.
Sanación
Joel Solórzano es el usuario más joven que visita el albergue en nuestra visita. Llegó al mundo apenas hace mes y medio.
“Tiene problemas en el cerebrito, la vista la tiene pálida”, explica su tía.
Los primeros días no comía, pero la sonda pronto se irá. Su salud está mejorando. Después de Joel, le sigue Logan Agüero, un bebé de cinco meses al que la mitad de su pequeño cerebro no se le formó. Su futuro es incierto y eso lo trajo hasta acá.
A ambos los recibe un rubio galán de siete años: Edmond, un golden retriever que saca sonrisas solo con su aspecto.
Su dueña, doña Vilma Rodríguez, tiene tres años de ser voluntaria de la asociación. “A este perro primero lo vi como una mascotita y después, cuando ya fue adiestrado para exposición –él es campeón y los papás también–, todo vino como por añadidura”.
“A mi me costó mucho venir por primera vez, porque hay casos demasiado impresionantes, pero lo que me encanta es que uno se va humanizando”, asegura. “Una cosa es estar con el perro en la casa y otra es tenerlo a él trabajando capacitado. Yo cada vez me siento más satisfecha y le doy más gracias a Dios de que me dio la oportunidad de pertenecer a Acoteama cuando yo más lo necesitaba”.
Su esposo fue diagnosticado con Alzheimer hace seis años. “Para mi ha sido muy duro. Es una enfermedad desgastante, llena de tensión y de estrés”.
Hace un par de años, tuvieron que internarlo en un hogar de ancianos. “Él le ayudó mucho a mi esposo cuando todavía caminaba. Lo tocaba y se reía”.
“Es que se ve en los resultados. Usted no se imagina cuando uno ve a un niño o niña con parálisis cerebral, lo que cuesta que muevan las manitas y a veces llegan con la carita triste. Empiezan a sentir la respiración y el contacto con el perro y es totalmente otro semblante y otra persona. Se ve la sonrisa de la personita donde está recibiendo la terapia con el perro”, añade. “Con las terapias que él da, que son muy gratificantes para la gente, me terapea a mi a la vez. Me siento tan feliz”.
Ellos le llaman terapia. Para mi, tiene otro nombre. Es la celebración del vínculo entre dos especies que han evolucionado juntas. Es la amalgama de la pureza en su estado máximo.
Mientras los niños continúan ingresando a la sala llena de peludas caritas dispuestas a lo que sea sin exigir nada a cambio, Edmond luce su chaleco rojo. “Perro de terapia”, se lee en él. No soy la única que siente que lo viste con orgullo.
Antonio, funcionario del albergue, lo resume mejor que yo: “ellos saben por qué están aquí”.