Mansión, Nicoya, Guanacaste. No era una visita cualquiera. María Francisca Isolina Castillo Carrillo, de 107 años, arregló la casa de madera donde vive con su nieta y, con sus propias fuerzas, se sentó en su silla favorita del corredor que da al jardín y al corral.
Ella vería por segunda vez a Angelí Moreno, de cinco meses. Esta bebé es su sétima generación de descendencia: su tataratataratataranieta, es decir, la bisnieta de su nieta.
La niña llegó desde Colorado de Abangares, acompañada de su madre, Marta Iris, de 17 años, y de su abuela Laura, de 31.
Pocos minutos después, tras haber hablado sobre su niñez, sus hábitos y su juventud, los ojos de Panchita, cansados, pero que aún logran ver, distinguieron a la última de su camada.
“Démela un ratito para acurrucarla”, le dijo a su tataranieta (la abuela de la menor).
La bebé comenzó a llorar, pero su instinto materno perenne supo como calmarla de inmediato.
“Solo es cuestión de mecerla con cariño”, aseguró.
A sus 107 años, abuela Pancha o doña Panchita, como es conocida, ha logrado la proeza de llegar a esa edad con una fuerza física y una habilidad mental propias de alguien 25 años menor.
Sin embargo, hay algo aún más extraordinario en ella: es la única costarricense viva a quien un familiar puede llamar tataratataratatarabuela.
La hazaña de conocer a su sétima generación de descendientes es algo que, según los demógrafos, ocurre en un caso cada 500.000 o 600.000 en todo el mundo.
No obstante, tampoco es algo ajeno a la península de Nicoya, región declarada zona azul en 2007, título otorgado a los lugares del planeta donde la longevidad con calidad de vida es excepcional.
“Panchita es increíble. Hemos visto personas mayores de 80 años, y cuesta que alguien llegue a los 100, y si llegan, muchos lo hacen con mala salud y deterioro mental, pero ella tiene condiciones de alguien menor”, explicó el demógrafo Luis Rosero, quien lleva más de 20 años estudiando la longevidad de los nicoyanos.
¿Hay secretos? Mientras sostenía a su tataratatarataratanieta y compartía con ella, Panchita insistió en que no hay una receta para llegar con esa lucidez a su edad y ver nacer una sétima generación.
“Yo nunca he hecho nada por llegar a esta edad. Ahora todo lo que hago es comer y hablar (ríe), y como lo que me den. Antes sí trabajaba mucho en el corral y haciendo oficio”, relató entre risas.
Para Jorge Vindas, quien realizó parte del trabajo de campo sobre el estudio de longevidad, una de las explicaciones de este fenómeno es que la familia de esta mujer tuvo hijos a edades muy tempranas. Por ejemplo, Panchita fue madre a los 16 años, su tataranieta a los 13, y su tataratataranieta a los 17.
Sin embargo, las ganas de vivir de esta guanacasteca, así como su fe inquebrantable, son características que comparte con otros centenarios en distintas zonas azules.
“Dios es el que me da todo y el que me ha quitado lo que me tiene que quitar”, exclamó.
“¿Panchita, le gustaría llegar a los 110?”, le pregunté .
Ella miró fijamente y rió.
“¿Cumplir 110 años? Solo Dios sabe, pero ya llevo aquí 107. Es algo que da Dios. A mí, Él me tiene a esta edad, y solo Él sabe si llegaré a más. No hay secretos; si Dios quiere que usted llegue a los 100, llega, si no, se muere antes”, sentenció.
Consejos. Mientras cargaba a Angelí, le pregunté. “¿Qué consejos le daría a ella para llegar a su edad?”
“Es que ella no me ha pedido nada todavía”, aseveró.
“¿Y si se lo pidiera?” No respondió directamente, pero explicó las razones por las cuales nunca se casó o se juntó.
“En mi época había muchas mujeres a las que les pegaban. Yo no quería eso. Una vez me pegaron; dos, no. Yo no me iba a dejar; por eso, no me casé ni me junté. Tuve mis hijos, pero cuando yo quise tenerlos y ya”, manifestó.
“Había muchas amigas que seguían al lado de esas personas, y yo no entendía, es como si ellas pidieran (se agacha) ‘pégueme, pégueme, está bien, deme’. Yo no entendía eso. Eso es no quererse”.
“¿Qué otro consejo le daría a Angelí?”, insistí.
“Que quiera y cuide mucho a su papá y a su mamá. Y que le pida mucho a Dios. Dios es el que la va a sostener siempre”.
“¿Y usted tiene todavía a su papá y a su mamá?”, me preguntó.
“Sí”, le respondí.
“Entonces, cuídelos; Dios se los dio para eso”.
Pronto llegó el momento de despedirse de aquella casa de madera llena de imágenes y adornada con todo tipo de oraciones.
“Le voy a dar la bendición, hínquese”, me dijo con voz fuerte y haciendo énfasis en cada palabra.
Me arrodillé y profirió la misma bendición que utiliza con su familia y con cada visitante. Era una bendición larga, de más de medio minuto, y no trastabilló ni una sola vez ni hizo pausas.
“Ahora sí, persígnese”, me dijo al finalizar. Antes de irme le pregunté si usaría esa misma bendición con Angelí. “Sí, hasta que Dios me deje hacerlo”, concluyó.