Desde tiempos inmemorables han existido espacios físicos favorables para ligar. Nuestros padres y abuelos iban a los bailes de sus pueblos con el propósito de divertirse pero también de conseguir compañía, y si somos hombres lo sabemos desde muy jóvenes porque probablemente nuestro padre dedicó muchas horas a decirnos algo así como “usted pasa en la compu todo el día y yo a su edad ya estaba saliendo con chiquillas que conocía en los bailes”. O quizá eso solo me pasó a mí, pero el punto es que por eso sé que existen.
Por ello, no es de extrañar que –en tiempos en los que la comunicación virtual parece haber eliminado el coqueteo penoso en persona y hasta la contienda de las citas– todavía existan espacios físicos para el arte del ligue presencial, dícese especialmente de los bares a los que los grupos de amigos entran con el objetivo de salir acompañados.
La cacería de la compañía eterna o efímera no se extingue con la supuesta amenaza que representan Snapchat, Facebook y Tinder. Habrá quienes usen solo una de las herramientas, o las usen todas, o ninguna, pero nada es excluyente: estamos dispuestos a hacer de todo para ligar.
Caso evidente de ello son los llamados ladies’ night, eventos en todo tipo de bares y lugares de encuentro en los que las mujeres tienen privilegios como entrada gratis, barra libre de bebidas sin costo alguno y hasta la modalidad de que los hombres les paguen todos los tragos.
Siempre que veo anunciado un ladies’ night, me pregunto cómo es rentable para un establecimiento regalarle su producto base a un segmento de su clientela, y antes de finalmente asistir a uno de estos eventos tenía muchas hipótesis al respecto. La principal era que, al asegurarse ellos de que habrá mujeres en el bar, deciden asistir y –por ende– pagan la entrada y consumen.
Parte de esta teoría es correcta para algunos, pero no aplica a todos los hombres en un ladies’ night celebrado el martes en un bar en San Pedro, al que asistí con camisa de botones y con la mejor disposición posible (una gran cosa para quien prefiere no pagar entradas en bares ni mucho menos visitar actividades como la que a continuación trataré de reseñar).
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El anuncio decía que la fiesta empezaba a las 9 p. m. Decidí ser puntual pero no premió: media hora bajo la fría llovizna de una noche que se equivocó de mes me provocó sentimientos de vejez y soledad por primera (pero no última) vez en la noche.
A las 9:30 p. m. entraron las primeras muchachas, y a los hombres detrás de ellas ni nos determinaron. “Vengan chicas”, les dice el guarda a dos jóvenes que estaban detrás mío, pero esperaban a alguien y dijeron que todavía no. “Ya ahora sí pueden entrar los maes”, gritó desde la puerta otro guardia, y nos dejaron pasar. Pagamos ¢3.000 para entrar mientras a las muchachas les daban un vaso para sus bebidas.
Dentro del bar, la gente camina optimista con sus primeros tragos, gratis para ellas y de ¢1.500 para arriba los de ellos. Había una cantidad similar de hombres que de mujeres, y mientras sonaba RNB moderno desde la caja del DJ los grupos de amigos conversaban entre sí.
Claro que había grupos de amigos heterogéneos, pero lo común era verlos homogéneos: cinco o más chicas dentro de un círculo, y lo mismo con los hombres. No había más por hacer: tomaban rápidamente y platicaban.
Había más guardas de seguridad que de costumbre, quizá para evitar que quienes toman gratis les regalen sus tragos a quienes deben pagar. Los guardas saludaban a clientes como si los conocieran de toda la vida y entre dientes comentaban sobre algunas de las muchachas que ingresaban al bar. “Reventada, pá”, sonó tras el paso de una joven en enagua.
Curiosamente, había un par de parejas en la pista de baile, ambas muy concentradas en su círculo de amor y galanteo. Había algunos hombres solos, también, y por lo demás habían muchas fotos... y demasiados selfies.
Sobre la tarima había DJs y un ejército de lo que supuse eran amigos. Debo admitir que esperaba algún animador tipo Palmares preguntando por las solteras y los morados, pero mis expectativas estaban mal: al tratarse de un bar alternativo –si se quiere– y dirigido a “gente cool”, no había animadores ni música charanga: nos recetaron hip-hop toda la noche, y lo agradecimos.
Dos horas después de comenzada la fiesta, el ambiente había cambiado mucho: los grupos de amigos se iban disolviendo para mezclarse con otros, generalmente del sexo opuesto; los bailes se ponían cada vez más intensos y la cuenta de tragos se perdía. Vi a dos amigos discutiendo por una muchacha, al frente de ella, en un agresivo y hasta sucio juego de seducción.
Cuando se acercaba medianoche, los bares se colmaron de mujeres, porque la barra libre terminaba en punto a las 12 a. m. Hablé con varios hombres; algunos me dijeron que venían a pasarla bien, sin más pretensiones, pero la mayoría eran explícitos en sus intenciones de ligar.
“Yo vengo a divertirme porque no tengo nada que hacer”, me dijo una muchacha en la pista de baile. “Creo que todos vienen a divertirse”. Dos metros a la izquierda, se escuchaba decir a un extranjero, en inglés: “Es tan barato para una chica embriagarse aquí. ¡Veánla a ella! No tuvo que pagar”. Luego, tomó la mano de la chica y les dijo a sus amigos: “¡Esto es lo grandioso de este evento!”, y se fueron a bailar.
Tras tres horas podía asegurar que llevaba en cuenta a 15 parejas que al comienzo de la noche no existían o por lo menos no se habían consolidado por medio de un aprete. Pienso en si perdurarán. Apunto: “¿Volverán a salir mañana o la otra semana?” Es difuso. Nadie sabe. La música no para y los tragos tampoco. Nadie tomaba decisiones eternas en ese momento; todas eran aquí y ahora.
“Por el tipo de música y el ambiente del bar, llegan extranjeros”, dice uno de los empleados del lugar. “Entonces, como hombre, es bueno saber inglés”. En efecto, una de las escenas más comunes era ver a ticos decirle cualquier burrada a una extranjera y topar con suerte. Si los ladies’ night existen para llenar bares y que se susciten besos y bailes entre desconocidos, el objetivo se cumple.
También se veían un montón de ligues que no rindieron frutos, besos no correspondidos que terminaban en abrazos incómodos, y personas solas que miraban a extraños pero no les hablaban, y se quedaban solos. Las parejas se exiliaban en las esquinas y el centro del bar lo seguían ocupando grupos.
Nos desalojaron del bar a las 4 a. m., pero desde antes de las 2 a. m. aquello no era un ladies’ night y era más un bar cualquiera. Las parejas se iban poco a poco, y quedaba baile y música y tragos.
Luego de bailar una hora, una muchacha se sentó en una silla y le pregunté qué pensaba de los ladies’ night. “En realidad vine después de las 12 a. m., y no vine por el ladies’ night, sino por la música. Siento que un ladies’ night es usar a la mujer para atraer gente y no me gusta”.
La muchacha bailaba sola sin ver a nadie y no sé ni siquiera por qué respondió mi pregunta, cuando pude haber sido otro de esos lagartos que le llegaron a hablar en la pista. Con ella encontré empatía y entendí lo obvio, lo natural: que estas fiestas no son para todos, y que claramente no son para nosotros.