Entré al salón de entrenamiento con el deseo de ser estrangulado. En combate cuerpo a cuerpo, soy un luchador con una marca perfecta de cero derrotas. También, de cero triunfos y, se adivina, de cero peleas.
Leí Los placeres de ahogarse , un artículo del filósofo y neurocientífico Sam Harris, quien entrena jiu-jitsu brasileño (JJB), y quien reflexiona sobre ese extraño gusto de sentirse impotente en una lucha que, en un movimiento extremo, puede incluso cortar el torrente sanguíneo del cerebro de otra persona y hacerla caer en un sueño inmediato.
Así conocí a Roger Coelho , maestro y excampeón brasileño y mundial de JJB que da clases en Costa Rica. “Es como si Ronaldinho hubiera venido a abrir una academia de fútbol”, me dijo el fisioterapeuta José Joaquín Garro, quien hizo las presentaciones.
El crecimiento del JJB tiene una tradición larga en Brasil, pero no estalló hasta los 90. Ese bum ocurrió después de que Royce Gracie, el competidor más liviano en el Ultimate Fight Championship, fuera el último peleador en pie en el torneo, en Estados Unidos.
Luego de que Gracie demostrara el poder de la técnica que había desarrollado su familia, en Brasil se abrieron academias de JJB viralmente, diríamos ahora. El cupo se llenaba en el primer día, cuenta Roger, quien fue uno de los muchachos que se contagió por aquella fiebre.
Costa Rica vio su primer Torneo Nacional Open de Jiu-Jitsu Brasileño en octubre pasado, en el que participaron más de 300 atletas de más de 20 escuelas activas.
¿De dónde viene tanta fascinación? Había que preguntar; o mejor, hacer. Entré una clase de JJB con el secreto deseo de que, tal vez, alguien se animara a dormirme.
Trenza humana
Con el gi (kimono de lucha) ya puesto, a uno lo ataca la fantasía brabucona de que ya se está a medio camino del cinturón negro. La ilusión dura hasta el calentamiento.
Lo que sigue está un tanto borroso: es difícil seguir la crónica de los acontecimientos cuando uno está en el suelo con un tipo encima, enzarzado en poses impúdicas y sudando como un maldito.
En la clase de Roger –en el gimnasio Fitness Evolution , en Escazú– hay poco más de diez hombres y una mujer. No luché contra nadie; más bien, por responsabilidad de la academia con el nuevo, mi clase consistió en coreografiar movimientos básicos con José Joaquín Garro: estrategias de salida de situaciones comprometidas y ganar el dominio entre un colocho de brazos y piernas.
Mis trabas no vinieron por el oponente, sino por tratar de que mis 65 kilos, en toda su estupidez, hicieran lo que debían.
Ahí está lo difícil. El jiu-jitsu brasileño fue extenuante para mi humanidad, pero lo fue más para mi cabeza. “Ok, estoy en el suelo, lo agarro de la rodilla izquierda..., ¿o era la derecha?; saco la cadera hacia la derecha..., ¿o era hacia la izquierda?, y levanto la pierna..., ¿pero cuál?”.
Sentí el mismo tipo de idiotez de hace 20 años en unas clases de Merecumbé. Aquello que mi yo adolescente hacía sobre la pista de baile se parecía más al jiu-jitsu que al pasodoble. Ahora, mi jiu-jitsu era más parecido a un pésimo break-dance .
La repetición lleva a la confianza. La guía de Roger corrige errores y la paciencia de un luchador compañero ayuda al aprendizaje. En un rato, la física de la situación empieza a dibujarse.
Tanto fue así que, cuando me senté en un rincón, y la clase empezó con las verdaderas prácticas de lucha en parejas, el baile ya dejó de verse como un amasijo de ropas rodando por el piso. Conceptos muy básicos como puntos de apoyo y mecánica corporal empezaron a resultar más evidentes.
No digamos que me quedaran reveladas las fórmulas de la relatividad del jiu-jitsu brasileño; pero sí se me manifestó el silabario.
La charla teórica que había tenido con Roger hacía unos minutos empezaba a cobrar sentido.
Pelea de piso
Lo primero que se tiene que aprender es que aquí usted se va a revolcar.
Ante el auge de las artes marciales mixtas (MMA, por sus siglas en inglés), el jiu-jitsu brasileño se ha convertido en la caja de herramientas ineludible para la pelea de piso. Esta fue desarrollada hace casi un siglo en Rio de Janeiro por los hermanos Carlos y Hélio Gracie, modificando el jiu-jitsu japonés.
“La idea es que una persona débil tenga un control tal de su cuerpo que pueda someter a otra sin causarle daño”, dice Roger.
Aquí no hay patadas ni golpes voluntarios. Por el contrario, es una disciplina de llaves y sumisiones, y el 98% de sus movimientos se practican en el suelo.
“Una cosa del jiu-jitsu es que sus técnicas se pueden adaptar a las propias debilidades y formas de entrenamiento”, explica Roger.
En su papel de terapeuta físico –ya no de adversario–, José Joaquín cuenta que, en un estudio que se hizo por nueve años entre atletas de artes marciales mixtas, taekwondo y jiu-jitsu brasileño, estos últimos resultaron como los que menos lesiones sufrían: menos de 1% por cada mil contactos.
Esta falta de violencia no empata con aquel foro en donde el JJB se hizo vistoso allá por los 90.
Ver un video con los primeros momentos de la UFC, en Estados Unidos, es como ver una partida del videojuego Street Fighter 2 : el sumo contra el karateka, el boxeador contra el kickboxer ... Ver aquello es moralmente perturbador debido a la casi ausencia de reglas.
Sin embargo, también tiene algo de experimento científico en todo ello. ¿Quién ganará, el yudoca o el luchador grecorromano? ¿Quién ganará, Gokú o Superman?
En esta tierra de nadie fue en la que prosperó la lucha de piso y, con ella, evidentemente, el jiu-jitsu brasileño.
Roger dice que de todo esto salió algo bueno: se demostró que existía algo que podía controlar a cualquier otra disciplina. Sin embargo, Roger dice que aquel sello brasileño tenía su contracara: “Se desarrolló una confianza en el arte marcial al punto de que quienes lo dominaban se llegaron a creer superiores a los otros. Un carajo de 16 años piensa que ya es dueño del mundo”.
José Joaquín, mi compañero de lucha, tiene menos de un año de practicar jiu-jitsu; sin embargo ya sabe que el deporte podría ser apto para cualquier persona, pero no cualquier persona podría ser apta para el deporte. Una muchacha claustrofóbica no prosperaría; tampoco uno tipo escrupuloso con la cercanía física: hay intercambios de sudores, alientos y respiraciones.
“Entrenarse en JJB es ahogarse continuamente, o más bien, ser ahogado [por su contrincante] en formas repentinas e ingeniosas. También es como ser enseñado, una y otra vez, a nadar”, dice Sam Harris. El filósofo agrega: “A pocos minutos de esto y, sea cual sea su formación previa, su incompetencia será tan flagrante e intolerable que usted querrá aprender todo lo que esta persona tiene que enseñar”.
Deseablemente, usted, al igual que yo, debe confiar poco en sus habilidades de batalla para sobrevivir. A mí, por ejemplo, me gusta correr por deporte, y espero que si algún día me tocara pelear pueda correr lo más rápido posible. ¿Por qué aprender entonces JJB?
Es fascinante la idea de dejar en el vestidor al buen ciudadano y, en un ambiente muy controlado, retorcer literalmente convenciones aprendidas sobre la distancia corporal respetuosa, lo que creo que mi cuerpo puede hacer, lo que creo que no puedo hacer.
En lo moral, JJB ejercita dos virtudes: la compasión (en el caso del dominante) y la aceptación de las debilidades (en el dominado).
No es habitual que un estrangulamiento llegue hasta los umbrales del sueño. Ante una situación de impotencia, el dominado siempre puede señalarle a su adversario que se rinde, y este debe soltarlo.
Saliendo de la práctica me animé a preguntarle a Roger si era demasiado irresponsable de mi parte pedir un adormecimiento a la carta, como un niño, “para ver qué se siente”. Claro que sí lo sería: cortar el flujo de oxígeno al cerebro no es un juego, nos dice Roger.
Confirmamos que hay un raro placer en sentirse impotente, ya lo dijo Sam Harris; eso sí, en sentirse como un tonto, ninguno.