Alguien me dijo en una ocasión que no leía novelas porque poco le interesaban las historias de amor, y que no leía libros de historia o arte porque prefería ser espectador presencial de obras maestras visitando el Louvre, en París, o el Metropolitan, en Nueva York.
En resumidas cuentas, que estaba muy ocupado viviendo y disfrutando lo que su dinero le permitía hacer como para ponerse a perder el tiempo en libros. Y como esa persona, hay una alarmante cantidad de hombre y mujeres que aseguran leer poco o nada, y que piensan que no pueden invertir su precioso tiempo sumiéndose en la lectura.
Es verdad, la lectura –la buena lectura– ha sido relegada a los vestigios de una actividad de tercera necesidad. Leer una biografía de Degas, una novela de Hemingway o acaso un libro de historia de Hobsbawm es, según esta desatinada concepción, una actividad inservible y fastidiosa, en lugar de un acto estimulante y útil para el cultivo de las ideas, el espíritu y la esencia misma del individuo. Un lujo que no pueden permitirse las personas “muy ocupadas” en su trabajo, en la visita al bar de moda o en el partido de fútbol de los domingos.
Yo me alegro por aquel que tiene la dicha de viajar por el mundo y de vez en cuando, si el tour lo permite, visitar un museo. Lo que me entristece es que le sea imposible advertir que, al renunciar al placer de leer sobre la vida y la obra de esos grandes artistas, no solo no sabe lo que se pierde, sino que se convierte en un turista más de folletín de museo, inconsciente de los engranajes ocultos en las mentes que crearon esas obras maestras y las líneas de pensamiento con que fueron concebidas.
Esa persona ignora que, en la literatura, por ejemplo, el amor es solo uno de los muchos colores del espectro luminoso que abarcan las novelas, los cuentos y la poesía.
La literatura es substancia, memoria, ciudad, todo el cosmos, o solo un mundo, una playa, una caracola, un barco y también el mar. Es decir, un retrato de la experiencia y la expresión humanas y todo lo que les rodea.
Privación. Sin la lectura –en general y sin la literatura en particular– de libros de historia, de novelas, de viajes, de poesía, de música, de divulgación científica, de memorias, de biografías de músicos o de pintores, de ensayos filosóficos o de historia del arte, el ser humano se relega a los márgenes de la barbarie intelectual y cultural. Se priva de uno de los más enriquecedores quehaceres de la historia humana, una actividad ineludible para la formación integral del hombre culto y libre.
Las palabras sustentan el pensamiento y permiten al lector aventurarse en orbes, épocas y vidas que no son las suyas y que son increíbles, no por su carácter imposible, sino por el salto cognitivo al punto más alto de la imaginación y el conocimiento.
La lectura es un acto que desafía el tiempo y el espacio, y se acrecienta para abarcarlo todo y a todos. Los libros nos permiten traspasar los límites impuestos por las leyes naturales para pensar y hablar desde los hombros de gigantes, para viajar a parajes ocultos por los años, para ser testigos del campo de batalla o para asistir al pasado y también al futuro.
División. Somos parte de una era donde la especialización del conocimiento se convirtió en el principal propulsor del desarrollo económico, pero esta fragmentación produjo una consecuencia nefasta: la fisión de la cultura.
Este escenario dilapida ese denominador común en el que nos reconocemos los seres humanos y que nos ayuda a coexistir, comunicarnos y solidarizarnos.
El desinterés por la lectura cimienta las paredes de una suerte de torre de Babel que divide a los seres humanos en miríadas de técnicos y especialistas confinados a lo particular y lo específico.
Leer, en cambio, nos hace ciudadanos de un territorio común, donde las palabras son partículas elementales de la experiencia humana, que nos ayudan a reconocernos en los otros.
Leer buena literatura es un acto totalizador, un ejercicio de la imaginación que a través de la invención nos revela nuestra circunstancia, es decir, esas luchas y sueños que conforman los andamiajes que dan forma a nuestra presencia en el mundo y a la naturaleza misma de nuestra conciencia.
Se hace necesario, entonces, propagar la causa y el hábito de la lectura entre las nuevas generaciones, desde el seno familiar y en la escuela, no como una disciplina ajena y odiosa sino como un instrumento urgente y fundamental que nutra la inteligencia, la razón y la felicidad.
Un mundo sin lectores se parecería mucho a una pesadilla alienante soñada por Bradbury o por Vonnegut. Una casa sin libros es una casa desnuda. Una persona que lee poco o nada puede hablar mucho pero siempre serán palabras en el viento, y su horizonte intelectual abarcará el tamaño de una tarjeta postal.
El autor es consultor.