Cada vez que aparece un “experto educativo” recomendando una educación más fresca e innovadora, más libre y centrada en el estudiante, de inmediato surgen los aplausos, tanto si se trata de Ken Robinson hablando de la escuela creativa, del documental “La educación prohibida” o del video que está circulando en las redes sociales en contra de los exámenes.
Paradójicamente, ocurre lo mismo cuando aparece un “experto educativo” diciendo lo contrario: que en la educación lo que falta es esfuerzo, disciplina y autoridad y que sobra la alcahuetería y el facilismo, como ha ocurrido con la famosa “carta del profesor uruguayo que conmueve al mundo de la educación” o con las declaraciones de la experta sueca Inger Enkvist, que visitó Costa Rica hace unos días, interpretadas y aplaudidas como una “defensa de la educación tradicional”.
Así, parece que estamos atrapados entre dos caricaturas en las que cada bando etiqueta al bando opuesto. Unos critican a los facilistas irresponsables, alcahuetas que quieren eliminar exámenes, restar autoridad a los docentes y dejar que los niños hagan lo que les dé la gana pues así aprenden “como si fuera jugando”. Y estos, por su lado, acusan a los otros de ser trogloditas educativos que siguen creyendo que aprender es memorizar ya que, a fin de cuentas, “la letra con sangre entra”.
Esfuerzo o disfrute, disciplina o alcahuetería: ¿Será ese realmente el dilema? Si lo fuera, la solución sería más que evidente y vendría dada por aquel viejo adagio de que “ni tanto que queme al santo ni tan poco que no lo alumbre”. Habría una dosis de verdad y una buena dosis de error en ambas caricaturas, lo que se resolvería fácilmente buscando “el justo medio”.
Esfuerzo. Aprender no es un verbo pasivo: toma tiempo y requiere esfuerzo. No puede haber aprendizaje significativo sin un genuino esfuerzo para descubrir y comprender cosas nuevas que implican un nivel de dificultad respecto a nuestros conocimientos y destreza previas.
Quien no se esfuerce no aprenderá, ya sea que hablemos de matemáticas o de música.
El esfuerzo de aprender exige disciplina, esa voluntad y capacidad para no detenernos ante la primera dificultad, ante el primer brote de cansancio, ante la primera frustración o ante la primera tentación de ir a divertirnos con otra cosa.
Pero no hay que supeditar ese esfuerzo al temor de un castigo –o la expectativa de un premio– como si estudiar fuera, en sí mismo, una especie de condena. Aprender debiera ser una de las actividades más emocionantes y entretenidas que podamos hacer y, si bien requiere esfuerzo, es un esfuerzo que puede resultar enormemente satisfactorio: pocas cosas compiten con el placer de aprender.
Así que podríamos resolver la falsa dicotomía diciendo simplemente que los conservadores tienen razón en que hacen falta el esfuerzo y la disciplina, pero los progresistas tienen razón al insistir en el disfrute, en el gozo de aprender. Podríamos incluso zanjar el dilema entre el énfasis que unos ponen en “memorizar y adquirir conocimiento” y el énfasis en “indagar y construir capacidades” que promueven otros, argumentando que, si bien no es posible construir aprendizajes y destrezas sin adquirir y memorizar conocimientos, lo cierto es que el conocimiento y las destrezas se adquieren mejor cuando surgen de procesos activos de aprendizaje.
Formar para la libertad. Sin descartar la memoria ni quedar atrapados en la mera memorización, podríamos resolver en forma práctica y sensata mucho de lo que a veces se plantea como irreconciliable en educación –el conflicto entre aprender oyendo y aprender haciendo–, pero ¿será que ahí acaba la polémica educativa? ¿Será que tan fácilmente podemos encontrar “el justo medio” entre nuestras caricaturas?
Temo que no. Detrás de las caricaturas se esconde un conflicto más profundo y mucho más antiguo –que lo digan los griegos, los filósofos y educadores de la Ilustración o los pioneros de diversas vertientes de educación liberadora–.
Es el conflicto entre una educación que forma para la obediencia y una educación que forma para la libertad. Y esa sí que no es una distinción menor.
Detrás de la caricatura conservadora –la letra con sangre entra– subyace una visión educativa autoritaria cuyo propósito fundamental es el de formar para la obediencia, educar para el orden; un orden que se considera incuestionable, incluso divino: aprenda a obedecer sin preguntar.
El tema de fondo no es otro que el del poder. Por eso, aunque no se trata de un dilema entre métodos o contenidos, lo cierto es que los métodos y los contenidos importan y por ello una educación autoritaria enfatizará los métodos más pasivos de aprendizaje, las formas más rígidas de evaluación y la adquisición de los conocimientos oficiales o establecidos.
Frente a esta visión autoritaria y conservadora encontramos la visión de quienes proponen –usando el término de Freire– entender la educación como práctica de la libertad.
Esto va más allá de las formas: no se trata simplemente de un cambio de método para lograr los mismos objetivos, sino de un cambio en los objetivos mismos de la educación que, desde esta óptica, se vuelve subversiva.
Entendimiento. Para la educación subversiva es fundamental que nuestros estudiantes aprendan a pensar, a indagar, a argumentar y a reflexionar sobre lo aprendido. Es crucial que sean dueños de su lenguaje, que entiendan lo que escuchan y sean capaces de decir lo que realmente quieren decir; que comprendan lo que leen y sean capaces de expresarse con claridad por escrito; que desarrollen el pensamiento lógico de manera que sepan distinguir los argumentos válidos de los inválidos o falaces.
Es igualmente importante que se apropien del lenguaje matemático, de su lógica y del pensamiento científico; que aprendan a partir de las preguntas, de la indagación, de la resolución de problemas y no simplemente de la repetición mecánica de respuestas predeterminadas; que sepan combinar el rigor con la creatividad; que aprendan a generalizar y construir abstracciones a partir de lo concreto, de lo cercano a ellos, en lugar de aprender abstracciones vacías como si fueran verdades dadas de antemano. En fin, no solo deben saber: deben entender lo que saben.
A eso apuesta una educación subversiva, pero no se queda ahí: la educación debe formar para la vida, debe formar para la convivencia y para eso es fundamental romper con la dinámica del miedo, con la lógica de la obediencia ciega.
Nadie descubre algo nuevo siguiendo instrucciones: hay que romper con la rutina de lo establecido. Por eso la escuela y el colegio deben preparar a cada estudiante para que pueda convertirse en la persona que quiere ser: libre, sin miedo, plena de saberes, sentires y capacidades para construirse a sí mismos y para cuestionar y transformar su mundo.
Rebelión. Educar para la obediencia o educar para la libertad: ese es el verdadero dilema de la educación. Una educación subversiva debe formar para el ejercicio responsable de la libertad. Es una educación que entiende y respeta la autoridad, pero se rebela ante el autoritarismo: forma personas, no siervos menguados. Forma ciudadanos.
Esto resulta radicalmente opuesto al facilismo, porque estemos claros: es más fácil seguir instrucciones que innovar, es más fácil obedecer que decidir por nosotros mismos. Y, educativamente, es mucho más fácil entrenar para la obediencia y la rutina que educar para la responsabilidad, la creatividad y la libertad. Hay que conocer las reglas para saber romperlas, pero hay que romperlas.
El autor es exministro de Educación.