Con cincuenta y dos años de edad y treinta ejerciendo como taxista, mi amigo puede ser tenido por cualquier cosa excepto por un novato. ¡Treinta años manejando un taxi, en la ciudad con las peores calles, la peor planificación urbana y el más transgresivo y congestionado tráfico del mundo! ¡A un hombre así procedería concederle un galardón, algún tipo de reconocimiento oficial!
Sobre el lunar paisaje de nuestras calles, transitando entre ásperos riscos, pavimentos agujereados como una piel marcada por las cicatrices de la viruela o la lepra, mi pobre amigo ha circulado durante tres décadas.
Lo ha hecho en sus siniestras barriadas carentes de iluminación nocturna, y justo en las décadas en que la criminalidad josefina alcanzó su ápex, con la entrada de la narcoviolencia y las masivas olas migratorias que Costa Rica absorbió a partir de 1980, y que generaron anillos de marginación, el flagelo de los “chapulines” y redes gansteriles organizadas.
No ha sido una bonita época para ser taxista, amigos: eso puedo asegurárselo. Las armas pequeñas usadas en los procesos revolucionarios centroamericanos de la década de los setenta quedaron circulando –y en las peores manos imaginables– después de la relativa pacificación de Centroamérica.
Esas armas no se desmaterializaron: armaron a miles de criminales, fueron a parar a las manos de narcotraficantes, de niños y adolescentes, y ahí andan todavía.
Jamás matarán a medio millón de personas, como una ojiva nuclear, pero, a fin de cuentas, ¿en qué difiere una hecatombe a lo Hiroshima de un proceso de muertes consuetudinarias, regulares, individuales, suerte de genocidio de acción lenta, no rentable mediáticamente, pero constante, insidioso, donde la gente muere “sin prisa pero sin pausa” (Goethe)? Una catarata, el ininterrumpido caer de una gota de agua cada minuto… La muerte es la muerte, sea torrencial o administrada a ritmo de clepsidra. Le cedo la palabra a mi amigo.
“En treinta años de manejar taxi he sido asaltado dieciséis veces: quince con cuchillo, una con revólver. Comparado con el historial de otros compañeros, me ha ido bien.
“La última experiencia fue la más amarga. Catorce de agosto del 2014. Pasó en la ciudadela León XIII. Antes de que me diga nada, amigo: yo sé que ahí uno no debe meterse, y que en ese barrio ya han matado a más de un compañero.
”Pero este fue un servicio por llamada telefónica. A esos uno suele tenerles más confianza, aunque ahora veo que fue un error. Un hombre me llamó para que lo recogiera en la salida del hospital Calderón Guardia y lo llevara a la León XIII. En el camino me echó no sé qué cuentos de que su mamá estaba grave, de que él iba a verla todos los días al hospital, que la familia andaba toda angustiada…
”Pues uno qué va a estar imaginando que alguien juegue con estas cosas. Yo sé, yo sé: con mis treinta años de experiencia, me va a decir usted que fui un idiota, y sí, seguramente lo fui. Pero el chavalo tenía cara de persona decente, y bueno, la cosa es que me fui con todo. Me faltó malicia, me faltó… pues lo que dice la Biblia: “Astutos como serpientes, mansos como palomas”.
”En esta profesión, amigo, lo que más cuenta es el ‘astutos como serpientes’. La cosa es que lo llevé a la León XIII. Ya debían ser las ocho de la noche cuando llegamos, calculo. El tipo pagó el servicio, y se bajó del carro. Pero en ese justo momento comenzó a acercárseme por el lado de mi ventana un carajo envuelto en una suéter de capucha. En esos barrios no hay alumbrado, no pude verle la cara.
”Era un tipo fornido. Llegó junto a mí, y me apuntó la sien con un revólver. El cliente, mientras tanto, se había alejado, y presenciaba la operación: evidentemente, eran cómplices. Yo solo oí cuando me dijo: ‘Ahora sí, hasta aquí se la prestó Dios’. Y oí cuando el gatillo comenzó a retroceder. Es un sonido muy particular, ¿sabe usted? Y uno, en esas situaciones, genera una sensibilidad especial y capta hasta los sonidos más sutiles.
”Pues amigo, yo lo único que hice –y no lo hice yo: lo hizo algo dentro de mí– fue tirarme de lado sobre el asiento del pasajero y arrancar el carro a toda velocidad, en primera, chirriando llantas y controlando la manivela acostado. El tipo disparó dos veces. Los balazos rompieron mi ventana y la de atrás. Los plomos no me alcanzaron, pero los vidrios se hicieron añicos, y a mí se me incrustaron varios cristales en la cara, del lado izquierdo.
”No sentí dolor, y solo me fui dando cuenta de la sangre cuando iba saliendo a cien por hora de la ciudadela, porque los chorritos me empezaron a nublar la vista, y el sabor, usted sabe, el sabor de la sangre, así, como entre salado y amargo. Me pasé la mano por la cara, y sentí los vidrios incrustados en la frente y el pómulo. De hecho, me herí también la palma de la mano al reconocer las heridas.
”Me fui para el hospital. Me sacaron los vidrios, uno por uno. Ahí quedaron las cicatrices, pero eso no importa, no importa, amigo. Me quedó la cara medio áspera, como las calles de San José. Al rato, tiene su gracia. Y tampoco es para tanto… Total que uno no anda ya para competir con Leonardo di Caprio para la cara más bonita de Hollywood. Lo único que cuenta es que estoy vivo.
”¿Que si puse la denuncia ante el OIJ? Por supuesto. Esa misma noche, después de que me dieron de alta en el hospital. Pero esas denuncias nunca conducen a nada. Usted sabe como son esas cosas. Uno simplemente cumple con la formalidad. Así que dieciséis asaltos en treinta años. En los de cuchillo nunca sentí que me iba a morir, no sé por qué supe que saldría con vida.
”Pero esa historia de la León XIII, amigo, fue diferente. Cuando oí el movimiento retráctil del gatillo… eso es otra cosa. Ahí me sentí, me vi, me supe muerto, y esta es la hora en que a veces me pellizco para cerciorarme de que no me mataron.
”Pero me gusta mi profesión, ¿sabe? Se conoce gente muy interesante, se ve el mundo tal cual es, y cada día tiene algo de aventura, de cosa impredecible, inédita. En un día, un taxista puede ir de Peñas Blancas a Paso Canoas, de Puntarenas a Limón… Uno nunca sabe. Me ha pasado más de una vez. La cosa es que no lo maten a uno. Cada pasajero que uno recoge es un riesgo. Por bien vestido y decente que se vea. Un riesgo, un riesgo… Todo en esta vida es un riesgo”.
Al bajar del carro, le pregunté a mi amigo si en algún momento desearía contarme las experiencias de los asaltos con cuchillo. Bajó la cabeza. Sonrió tristemente. “Fueron hace mucho, mucho tiempo. Digamos que ya se me olvidaron. Dejémoslo mejor así”. Y se fue, con su cara marcada, sus nueve muertes y sucesivas resurrecciones, su sereno dolor y su alma lastrada por cientos de miles de millas.
El autor es pianista y escritor.