BERLÍN – En las últimas semanas, las dos crisis que enfrenta Europa –en Ucrania y en Grecia– escalaron. En cada caso, Alemania y su canciller, Ángela Merkel, estuvieron en el corazón de los esfuerzos por alcanzar una resolución diplomática. Este es un nuevo papel para Alemania, y el país todavía no se hizo a la idea.
El último intento por frenar la guerra en el este de Ucrania por medios diplomáticos duró incluso menos que el primer intento en setiembre pasado. El nuevo acuerdo –que, al igual que el anterior, tuvo lugar en Minsk– reconoció de facto que Ucrania ha quedado dividida por medios militares. Pero todavía no está claro dónde está la línea divisoria, pues el presidente ruso, Vladimir Putin, tal vez todavía intente capturar el puerto estratégico de Mariupol, en el Mar Negro, permitiéndole así al Kremlin crear un puente terrestre entre Rusia y la península de Crimea. Es más, la captura de Mariupol mantendría abierta la opción de conquistar el sur de Ucrania, incluida Odessa, y extender el control ruso hasta Transnistria, el enclave ilegal de Rusia en Moldavia.
Mediante el uso continuo de la fuerza militar, Putin ha alcanzado el objetivo principal de la política de Rusia: el control del este de Ucrania y la desestabilización en curso del país en su totalidad. De hecho, Minsk II no es más que un reflejo de lo que allí está sucediendo.
Sin embargo, sigue en pie el interrogante de si habría sido más inteligente permitir que la única potencia que Putin toma en serio –Estados Unidos– conduzca las negociaciones. Dada la poca consideración que siente Putin por Europa, lo más probable es que esto, tarde o temprano, se torne inevitable.
Aun así, a pesar de los riesgos implícitos, es importante que Alemania y Francia, en coordinación con la Unión Europea (UE) y Estados Unidos, hayan emprendido este esfuerzo diplomático. Si bien la iniciativa de Minsk II expuso la influencia política exigua de Europa, también confirmó lo indispensable que es la cooperación franco-alemana, así como el rol diferente de Alemania dentro de la UE.
La propia Merkel refleja este papel diferente. Sus diez años en el poder se caracterizaron, en gran medida, por una nueva era Biedermeier alemana. El sol brillaba sobre Alemania y su economía, y Merkel consideraba que su máxima obligación era mantener la sensación de bienestar de los ciudadanos sin perturbarlos con la política. Pero el nuevo significado de Alemania en Europa puso fin de manera brutal a la era neo- Biedermeier de Merkel. Ya no define sus políticas en términos de “pequeños pasos”, y, ahora, se toma las amenazas estratégicas en serio y las enfrenta sin rodeos.
Esto también es válido para la crisis griega, en la que Merkel –a pesar de su imagen pública en el sur de Europa– no estaba alineada con los halcones en su partido y en su gobierno. De hecho, Merkel parece ser plenamente consciente de los riesgos inmanejables de una salida griega del euro, aunque todavía está por verse si puede dar muestras de una determinación para revisar la política de austeridad fallida que se le impuso a Grecia.
Sin una revisión de estas características destinada a fomentar el crecimiento, Europa se mantendrá alarmantemente débil, tanto interna como externamente. Si consideramos el ataque de Rusia a Ucrania, estamos frente a una perspectiva lúgubre, pues la debilidad interna y las amenazas externas están directamente asociadas.
Grecia también demostró que la crisis del euro no es tanto una crisis financiera como una crisis de soberanía. Con la reciente elección del partido anti-austeridad Syriza, los votantes griegos se opusieron férreamente al control externo de su país por parte de la “troika” (la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional), Alemania o algún otro. Sin embargo, si Grecia ha de salvarse de la bancarrota, se lo tendrá que agradecer exclusivamente al dinero de los contribuyentes extranjeros. Y será prácticamente imposible convencer a los contribuyentes y Gobiernos europeos para que ofrezcan otros miles de millones de euros sin garantías verificables y las reformas necesarias.
El conflicto griego muestra que la unión monetaria de Europa no está funcionando porque la soberanía democráticamente legitimada de un país se topó con la soberanía democráticamente legitimada de otros países. Los Estados-nación y una unión monetaria no conviven bien. Pero no es difícil entender que, si se produce el Grexit , el único ganador geopolítico sería Rusia, mientras que en Europa todos llevan las de perder.
Si bien los riesgos geopolíticos, hasta ahora, apenas aparecieron en el debate alemán, pesan mucho más que cualquier riesgo de políticas domésticas que implique sincerarse finalmente con el pueblo alemán. Grecia, se les debería decir a los alemanes, seguirá siendo miembro de la eurozona, y preservar el euro requerirá nuevas medidas hacia la integración, que pueden llegar a incluir transferencias y una mutualización de la deuda, siempre que se establezcan para esto las instituciones apropiadas.
Una medida de esta naturaleza exigirá coraje, pero las alternativas –la continuación de la crisis de la eurozona o el retorno a un sistema de Estados-nación– son mucho menos atractivas. (Alemania tiene un nuevo partido nacional conservador cuyos líderes tienen como objetivo declarado perseguir una política exterior similar a la que regía antes de 1914). En vista de los dramáticos cambios globales y la amenaza militar directa a Europa, planteada por la Rusia de Putin, estas alternativas directamente no son alternativas, y el “problema” griego parece insignificante.
Merkel y el presidente francés, François Hollande, deberían tomar la iniciativa nuevamente y colocar por fin a la eurozona en una posición sólida. Alemania tendrá que aflojar su amado presupuesto y Francia deberá renunciar a parte de su preciada soberanía política. La alternativa es quedarse inmóvil viendo cómo los nacionalistas de Europa se vuelven más fuertes, mientras que el proyecto de integración europeo, a pesar de seis décadas de éxito, se tambalea cada vez más cerca del abismo.
Joschka Fischer, ministro de Relaciones Exteriores y vicecanciller de Alemania de 1998 al 2005, fue líder el Partido Verde alemán durante casi 20 años. © Project Syndicate.