São Paulo.- En la votación legislativa que autorizó el juicio político contra la presidenta Dilma Rousseff hubo de todo: empujones, alaridos, dedicatorias inverosímiles y una lluvia de confeti al anunciarse el voto 342 a favor del impeachment.
Lo único que faltó fue el sentido de la gravedad de la ocasión. Tampoco lo había en las calles, como tuve ocasión de presenciarlo. La avenida Paulista, sitio de una concentración anti-Dilma, no albergaba una masa enardecida, sino una multitud sonriente, que disfrutaba a mares un soleado domingo entre camisetas verde amarelhas , pinchos de carne y muñecos inflables de Lula ataviado con traje de rayitas, como un preso.
En la televisión de mi hotel, solo un canal transmitía la votación. Los demás los ocupaban partidos de futbol, lacrimógenos culebrones y una sucesión de predicadores evangélicos, que con venas saltadas prometían el final de todo sufrimiento. A la mañana siguiente, hasta donde pude ver, nadie en la calle hablaba del impeachment. Situación preinsurreccional esto no era.
Una sensación de levedad acompaña este proceso de destitución. En el fondo, a poca gente le interesa. La votación fue la continuación de una alambicada disputa entre políticos, cada vez más difícil de entender para la gente de a pie, más preocupada por una economía que se va a pique.
El lamentable espectáculo fue recibido con un encogimiento de hombros como la confirmación de la bajísima opinión que tiene la ciudadanía de sus representantes. De acuerdo con Latinobarómetro, en el 2015 un 69% de los brasileños calificaba como malo o muy malo el desempeño del Congreso, una de las cifras más altas de América Latina.
¿Por qué habría de ser diferente? Se sabe que los motivos de este juicio político poco tienen que ver con las razones invocadas. Que Dilma haya maquillado las cifras presupuestarias es lo que menos importa. Se trata de una práctica endémica a todo nivel en Brasil. La nube de hipocresía que flota sobre este proceso es desagradable aun para los reducidos estándares de la política latinoamericana.
La votación fue presidida por Eduardo Cunha, encarnación tropical de Frank Underwood –el villano de House of Cards –, acusado de esconder en cuentas suizas millones de dólares en sobornos. Más de la mitad de los miembros del Congreso están bajo investigación por diversos delitos, muchos de ellos ligados al colosal desfalco en Petrobras, cuyo monto total podría alcanzar $5.000 millones. Este proceso es, ante todo, un intento de poner una lápida sobre esa investigación. Y si eso implica sacrificar a una presidenta impopular e incompetente, aunque legítimamente electa, pues la impunidad bien vale una misa.
En la levedad e indiferencia prevalecientes hay un reconocimiento de que, en realidad, ningún cambio importante, ni trágico ni positivo, se derivará de la destitución de Dilma. Por desagradable que nos parezca este proceso, no se trata de un golpe de Estado, como han dicho algunas voces hiperventiladas.
El juicio político es un proceso constitucional, avalado por el Supremo Tribunal Federal, y cuyas causales, en el caso de Brasil, son de interpretación amplia. La mendacidad que transpira el proceso no lo hace inconstitucional. Aquí no hay riesgo inmediato de colapso de la democracia, ni de violencia en las calles.
Como lo puso el expresidente Cardoso al día siguiente de la votación, en una coyuntura tan difícil como esta, ya nadie en Brasil se pregunta qué harán los militares, sino qué harán los jueces. La propia Dilma, en su primera declaración tras la votación en la Cámara de Diputados, delineó bien los carriles por los que discurrirá esta disputa: simplemente dijo que pelearía contra su destitución en el Senado.
Los riesgos son más sutiles. El principal es la agudización de la pérdida de credibilidad de un sistema político que, en algunos sentidos, ya ha sido desahuciado por la ciudadanía.
No hay un solo político en Brasil que salga bien parado de este episodio. Solo un 1,8% de la población brasileña dice estar muy satisfecha con su democracia, el dato más bajo de toda la región. De ahí a la búsqueda de líderes iluminados fuera de los partidos, al estilo de Chávez o Correa, no hay mucha distancia. A esto se suma el peligro de asumir una visión frívola de los juicios políticos para destituir presidentes y de que esa tentación se disemine –como siempre sucede con las malas mañas– por toda América Latina.
A fin de cuentas, son muy pocos los presidentes en la región que cuentan con una mayoría legislativa estable. La norma es estar en minoría. Tengamos cuidado: si vamos a hacer parlamentarismo –no otra cosa es adoptar el voto de censura como forma de terminar con gobiernos– entonces hagámoslo en serio, con plena soberanía parlamentaria.
Mientras tengamos sistemas presidenciales, el mandatario electo es tan representante de la voluntad popular como el Congreso y su destitución, salvo casos extremos, una herida profunda a la democracia.
La defenestración de Dilma nada resolverá. No dotará mágicamente de legitimidad a quien la sustituya ni le evitará seguir lidiando con un sistema de partidos enfermo, cuya fragmentación es una invitación permanente a la corrupción.
Un Ejecutivo que debe contender con más de dos docenas de partidos en el Congreso tiene pocas formas de construir mayorías. Una de ellas –de costo limitado para el sistema político a corto plazo, pero prohibitivo a largo plazo– pasa por los tortuosos caminos del Mensalão y el Petrolão.
Los problemas políticos y económicos de Brasil tienen pocas posibilidades de resolverse hasta que no venga la próxima elección y, sobre todo, hasta que los beneficiarios del actual sistema no se convenzan de que una reforma política profunda es la única vía para revertir el acelerado deterioro de la democracia brasileña.
¿Sucederá? Lo dudo. Todo lo que he visto sugiere que los políticos brasileños seguirán peleando por las migajas de un sistema corrupto aun a riesgo de perder el pastel de un sistema democrático por el que muchos de ellos lucharon. Eso se llama levedad. Y engendra tempestades.
El autor es politólogo.