Se le atribuye a Agustín de Hipona la teoría del bellum iustum o “guerra justa”, aunque otros autores, como Francisco de Vitoria y Tomás de Aquino, también trataron el tema hasta evolucionar en lo que conocemos como el principio de la guerra justa.
Son varios principios éticos fundamentales, de índole teológico-política, que mediante el razonamiento filosófico y la política consiguió acampar en el derecho internacional y halló tierra fértil en la esfera diplomática hasta convertirse en un principio universal.
Para que a una guerra se le considere “justa”, debe agotarse primero la vía diplomática; seguidamente, la respuesta debe ser proporcional; debe necesariamente protegerse a la población civil y mantener, en todos sus extremos, los acuerdos internacionales referentes a las guerras.
Pero, por justa que sea una guerra, invertir en la paz será siempre menos oneroso que gastar en la guerra, pero la paz encuentra sus fronteras en el extremismo de una o ambas partes que participan en un conflicto, en los recursos escasos como el agua y la tierra, en la radicalización ideológica o religiosa, y en desigualdades sociales.
Tal vez la frontera más difícil de superar sea cuando la existencia de una economía depende del conflicto para recibir recursos externos, esto es, la institucionalización de la guerra.
Según la agencia de noticias EFE, el aumento en armas nucleares alcanzó un 3 % en el 2022; más de la mitad del crecimiento se produjo en los Estados Unidos.
De acuerdo con estadísticas de la Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares, galardonada con el Premio Nobel de la Paz en el 2017, el gasto en armamento está subiendo.
El monto es tan alto que se calcula en cientos de miles de dólares el gasto por minuto en armas nucleares. La misma suerte corren las demás armas, incluidas las de corto alcance que inundan las calles de muchos países.
Las armas siempre serán un gasto, pues no producen nada. En un momento en que la prioridad global debe centrarse en la supervivencia humana o cuando menos en la resiliencia al cambio climático, se pierde tiempo valioso en el desgaste que conllevan las guerras urbanas causadas por el narcotráfico, guerras inútiles por ideologías añejas, discursos de odio, extremismo religioso y tantas otras futilidades.
La ONU invierte $1,25 por persona al año entre gastos ordinarios y los programas de mantenimiento de la paz, suma que corresponde solo al 0,5 % de los $259 por persona al año en gasto militar global.
Si las cifras anteriores las invertimos o igualamos, estaríamos frente a una humanidad más racional. Pero el desafío para alcanzar la paz, dentro o entre países, es la falta de confianza mutua, la desnutrida promoción de los valores humanos y los intereses egoístas de quienes se escudan detrás de una religión, de la política o del poder económico.
Tenemos muchos otros retos además del cambio climático, tales como la inteligencia artificial y la biotecnología, para mejorar el bienestar humano y la riqueza del planeta. Distraernos en guerras es lo absurdo de la inteligencia humana.
La mejor inversión indudablemente es educar para la paz, para el diálogo, para el respeto y la comprensión mutua, no es necesario comprometer los principios y valores de cada cual o de cada pueblo para la convivencia pacífica.
El autor es teólogo y bioeticista.