Un OGM es un organismo al que se le modifica deliberadamente su composición genética para conferirle una característica nueva. En el caso de animales, casi no hay especie doméstica que no haya sido ya modificada, y cada cierto tiempo los medios reflejan esos desarrollos con titulares como el “cerdo fosforescente”, la “vaca que produce leche humana materna” o el “salmón aumenta de peso en 18 meses en lugar de tres años”. Alrededor de estas experiencias poco debate se conoce, aunque existe.
La verdadera disputa gira alrededor de la agricultura, incluyendo semillas y productos. Desde la última década del siglo pasado, la lista de organismos modificados genéticamente es amplia: soja, trigo, maíz, algodón, remolacha, nueces, papas, maní, calabazas, tomates, tabaco, pimientos, lechuga y cebolla, entre otros.
Sus defensores argumentan, entre otros beneficios, que pueden resistir las inclemencias del tiempo, reducir el uso de pesticidas, mejorar la nutrición e incluso que pueden ser parte de la solución al problema del hambre en el mundo. Por ejemplo, una variedad de papa enriquecida en términos proteicos; otra de cebolla para evitar el llanto culinario; una variedad de café, libre de cafeína, o una de arroz, el llamado arroz dorado, con mayor aporte de vitamina A.
Quienes se oponen a ellos mencionan varios argumentos, con mayor, menor o nula evidencia. Señalan que tienen efectos nocivos para la salud de los consumidores, producen proteínas tóxicas, generan supermalezas, se cruzan genéticamente con plantas silvestres o de otras cosechas y que la biodiversidad agrícola disminuirá. La misma investigación previa ha estado rodeada de problemas. En el caso del arroz dorado, por ejemplo, una investigación en China para verificar sus beneficios generó, en el 2012, acusaciones graves de utilización de niños como conejillos de indias.
Problema económico. Además, en los últimos años, para no obviar las cuestiones económicas, se ha acumulado evidencia acerca de algunos problemas que prevalecen en el incipiente mercado, relacionados, por ejemplo, con condiciones monopolísticas que se generan por el sistema de patente utilizado en el uso de semillas o con el uso que hacen ciertas empresas del llamado “terminator system”, una técnica que impide que las semillas de los productos sean fértiles, lo que obliga a los productores a comprar semilla año tras año y que, paradójicamente, nació con la idea de evitar la contaminación genética. Pero este tipo de argumento conduce a la economía, no a la investigación científica.
No todas las críticas tienen sustento real. El año pasado, por ejemplo, un grupo de investigadores franceses anunció encontrar evidencia de desequilibrios hormonales en ratas alimentadas con maíz modificado para ser resistente al herbicida Roundup, pero la European Food Safety Authority (EFSA) y el Germany’s Federal Institute for Risk Assessment (BfR) desestimaron tales juicios por encontrar serias fallas en la investigación misma; cuestiones metodológicas.
Parte de la solución han sido las regulaciones que ya existen en los países desarrollados, donde, para que un producto de esas características pueda circular, debe cumplir con las estrictas normas exigidas por sus organismos reguladores especializados, incluyendo, particularmente, su investigación previa. Como muchos de ellos las cumplen, ya circulan productos en el mercado con esas características.
En términos de protección al consumidor, en la mayoría de países se exige la información en el etiquetado, aunque en Estados Unidos no es obligatorio por innecesario puesto que previamente la autorización otorgada demostró la seguridad del producto. En noviembre pasado, los californianos rechazaron una proposición que pretendía exigir ese etiquetado.
La ventaja de la investigación científica es que acaba con los prejuicios y resuelve las viejas preguntas, como lo demuestra la reciente conversión del ambientalista Mark Lynas, uno de los fundadores del movimiento anti-OGM, quien reconoció el 3 de enero su error en la lucha contra los transgénicos.
Prohibir la investigación científica para la modificación genética de productos agrícolas es un espíritu que recuerda el Medioevo, cuando las disputas se resolvían libro en mano. Puesto que las generalizaciones apriorísticas no conducen a nada salvo para los discursos apocalípticos, la mejor razón para favorecer la investigación de OGM, aplicando la normativa vigente en los países desarrollados, deriva, paradójicamente, de las preocupaciones de quienes se oponen a ellos, dado que sin investigación no hay manera de saber el beneficio o perjuicio en cada caso particular.
Ante la duda se investiga, no se prohíbe. Si la humanidad hubiera hecho caso a los aires bonachones pero inquisidores de quienes se oponen a la investigación científica, en este caso, genética, aún estuviéramos curándonos con hojitas del patio, viajando en carretas tiradas por bueyes, creyendo que la Tierra es el centro del universo.