A pesar del pesimismo absolutista, después de ver los horrores del Estado totalitario, es difícil pasar por alto a Hobbes: el hombre es el lobo del hombre.
De igual manera, cualquier acto contra la libertad sacude la ética, porque quien la restringe se está descalificando a sí mismo frente al deber ser de las cosas: que todo humano es y debe ser libre.
Los enemigos de la libertad desatan fuerzas que más les valdría no haber invocado ni tocado, porque terminan siendo víctimas de la Tercera Ley de Newton: toda fuerza produce una fuerza igual, en la dirección contraria.
Delicada dicotomía. Con ese cuadro kármico y newtoniano, nos encontramos con una hermosa y delicada dicotomía: la libertad y la prensa, que son causa–efecto una de la otra, por lo cual me resulta imposible distinguir cuál va primero. Si la prensa es libre, es porque hay libertad; si hay libertad, es porque hay prensa libre. Los órganos públicos de control están concebidos para actuar en un ambiente muy definido y reducido, limitados por el principio de legalidad: solo pueden hacer lo que está autorizado. La prensa, en cambio, actúa bajo el principio de autonomía de voluntad: puede hacer todo lo que no esté prohibido.
¿Quién puede y debe investigar donde el Estado no puede ni debe? Una prensa responsable y libre. Por más que haya un elaborado sistema político de frenos y contrapesos, las libertades públicas en realidad son sostenidas por una prensa libre que pueda ir, buscar, sonsacar, informar y preguntar, ahí donde los demás no pueden o no quieren. Nuestra libertad está sostenida por el trabajo cotidiano de héroes anónimos: fiscales, jueces, agentes del OIJ y periodistas que mantienen a raya a esos lobos que tratan de devorarnos todos los días. La prensa realiza una función vital, porque es quien dirige un sistema de rendición de cuentas, muchas veces más rápido y efectivo que el de los sistemas formales. Yo me siento tranquilo porque hay periodistas, que son ese muro donde chocan corruptos y criminales por igual.
Es obvio que eso otorga un gran poder a los periodistas, que deben caminar sobre la cuerda floja que los guía hacia la verdad, la ética y la libertad. Un mal paso, y caen en la difamación de inocentes: “el que me quita el honor, me lo quita todo”, nos decía Shakespeare en El mercader de Venecia . Para asegurar la justicia, a veces lo correcto es callar porque hay verdades que manchan a inocentes, que no son responsables de los malos pasos de un pariente. El uso del poder de la prensa requiere, entonces, el ejercicio de la sensatez y sana autocrítica sobre las dimensiones y consecuencias humanas de lo que se está descubriendo y revelando a la opinión pública.
La prensa responsable debe discernir entre la investigación de interés público y el dolor humano que se genere a las familias inocentes de los investigados. Majar y humillar al culpable, más allá de su culpa, escapa a los fines de una prensa libre, porque la verdad no puede sostenerse sobre el dolor y la injusticia.