Hoy me tomé una Coca-Cola llamada “Jesús”. No la escogí por su nombre: igual me la hubiera bebido, de haberse llamado Belcebú, Yorleny, Yahaira o Greivin. ¿Hecho banal? Solo para quien no sea capaz de leer todo lo que hay detrás de tal práctica. ¡Así que ahora las gaseosas tienen nombre! ¡Están “personalizadas”!
No hace falta ser Roland Barthes para advertir lo que este fenómeno revela desde el punto de vista semiótico.
Asistimos a un proceso simétrico y correlativo. Por una parte, el ser humano se convierte en objeto y, por otra, el objeto adquiere propiedades humanas. Ser humano cosificado, cosa humanizada. El alma ha migrado. Ahora anida en las cosas. Por poco, podríamos hablar de un retorno a las viejas tradiciones animistas. Así que me bebí a “Jesús”. ¿Antropofagia, vampirismo, una aberrante especie de eucaristía? Cuanto más desustanciados, des-almados y objetivados nos sentimos, más desesperadamente experimentamos la necesidad de trasladar a las cosas aquellos atributos que alguna vez fueran nuestros.
¡Gaseosas con nombre! ¿Qué sentir ante tal manifestación de imbecilidad? ¿Risa, lástima, preocupación, piedad, rabia?
Francamente, no lo sé. Un libro de 500 páginas podría escribirse sobre esta apoteosis del absurdo.
De hecho, lo haré: es una promesa.