Los costarricenses no cesan de degradarse en su relación personal y colectiva con la palabra, con el lenguaje, y en su capacidad de lectura y pensamiento. Examino a continuación cuatro de sus más representativos mamarrachos lingüísticos.
Primero. Un oncólogo es aquel que estudia el cáncer, no el que padece o colecciona cánceres. Un biólogo es aquel que estudia la vida, no el que posee muchas vidas. Un microbiólogo es aquel que estudia los microbios, no el que tiene o fabrica microbios. Así vistas las cosas, un “opinólogo” sería aquel que estudia el arte, la ciencia o la mera habilidad para formular opiniones, no el que constantemente emite opiniones sobre diversos temas. Este sería un “opinófilo”. Si quieren descalificarlo lingüísticamente, pueden decir que es un opinante compulsivo. Con ello lo habrán patologizado, pero siquiera estarán usando las palabras correctamente.
Fue del canciller González de quien oí por primera vez este vulgarismo, pero, desde entonces, varios miembros del gabinete se han dedicado a reciclarlo acríticamente. Para hacerse el gracioso, es menester sentido del humor, y el sentido del humor es flor de inteligencia, flor de ingenio, flor de imaginación.
Los tontos harían bien en abstenerse de ensayar la ironía: es un instrumento retórico delicadísimo y, a menos que se sea Sócrates, Voltaire, Wilde, Shaw o Ionesco, es mejor no intentar cultivarla. Mejor les sentaría quedarse con la chota, bastante menos demandante en términos intelectuales.
Repito: la partícula logos, presente en el engendro idiomático “opinólogo”, no puede designar lo que sus usuarios pretenden. Para eso tienen “opinófilo”. Vamos, despacito y con buena letra: “o-pi-nó-fi-lo”, ¿vieron que no es tan difícil? ¡Y esos son los próceres que al día de hoy rigen los destinos de la patria!
Segundo. El tico no sabe usar el adjetivo “pátético”. Patético es aquello donde el pathos (el dolor) se manifiesta de manera intensa, lacerante. Pathos es origen de “pasión” –sufrimiento– y es así como podemos referirnos con toda propiedad a la pasión (dolor, tormento, aflicción, suplicio) de Cristo. Cuando decimos: “ese tipo es patético” no sugerimos que este sufra hondamente o nos haga sufrir hondamente, sino que es un ser lamentable, ridículo, penoso, grotesco, irrisorio.
Su dolor –si en efecto lo padece– no nos sume en la consternación: nos mueve al juicio de valor: es un imbécil, un inadaptado, un cretino, una pobre criaturita de Dios.
El inglés nos propone dos epítetos para estos diferentes registros de la significación: pathetic designa justamente la acepción derogatoria y peyorativa que hemos descrito. El francés pathétique –asimilado por los hablantes anglosajones– significa algo henchido de dolor, algo que nos sume en el silencio y nos mueve a las lágrimas: la Sonata Patética de Beethoven, la Sinfonía Patética de Tchaikovsky, el Estudio Patético de Scriabin. Pero nosotros no tenemos más que un epíteto: “patético”, y es impropio usarlo para designar los más abismales de los dolores, como la falta de luces de un pobre tipo que nos inspira lástima… sin realmente inspirárnosla. Usamos el adjetivo “patético” para agredir, no para compadecer. Es un uso incorrecto.
Tercero. Hemos desemantizado el epíteto “fatal”. “Hoy me siento fatal”. “Eso que comí ayer me cayó fatal”. “Nos fue fatal en el viaje”. “Esa novia tuya me parece fatal”. Fatal –que procede de fatum, esto es, el destino– es el equivalente de la ananké griega: lo inexorable, lo inevitable, lo irremediable, lo inapelable.
Antonomásticamente, la experiencia fatal para el ser humano es la muerte, y es asociado a la señora de la guadaña que poetas como Víctor Hugo, Baudelaire, Darío, Verlaine y Lorca emplean el término.
Decir “la pizza me cayó fatal” es, simplemente, un “charraleo”, una corrupción, una desolemnización, una deflación de este término, tremebundo y acerbo si alguna vez lo hubo.
Cuarto. Seguimos con el término “genial”: “es un chavalo genial”, “la fiesta estuvo genial”, “nos fue genial en el viaje”, “la comida estuvo genial”, “les voy a contar un chiste genial”, “tuve sexo genial”.
¡Por favor, señores y señoras, un poquito más de rigor, de exactitud, de amor por la precisión y la justeza de la palabra, como adequatio ad res, esto es, como adecuación de un ente lingüístico a una realidad concreta! “Genial” es aquello que está habitado por el genio. Por suculento que nos sepa, calificar a un chifrijo de “genial” es, por decir lo menos, inexacto.
¿Genios? No más de un centenar –acaso menos– en la historia del mundo. Genial es lo que brota del genio, o lo que está hecho con genio, aun por un individuo que quizás no califique oficialmente como tal. No puede ser que hayamos homologado una sinfonía de Beethoven a un buen tamal: la primera es genuinamente genial, la segunda, a lo sumo, un emplasto de masa pasablemente gratificante. Pero aun cuando se tratase de ambrosía, no merecería ser descrito como “genial”.
En aquellas cosas auténticamente geniales debemos sentirnos interpelados no solo sensorialmente, sino intelectiva y espiritualmente. Interpelados de una manera trascendente, esto es, que va más allá de nosotros, que nos hace salir de nosotros mismos y nos revela una dimensión insospechada del ser.
Así de grande es la realidad que encierra el término “genial”, y así de pobre es el uso que le damos. Subutilizar una palabra es una forma de erosionarla, de gastarla, de trivializarla. Confucio decía: “La corrupción de los pueblos comienza con la corrupción de su lenguaje”. El ejercicio irresponsable, inexacto, aproximativo, champulón de la palabra, conlleva un deterioro de nuestras estructuras de pensamiento.
Quien no sabe hablar terminará por no saber pensar y, correlativamente, la falsa lógica, el juicio inexacto, el pensamiento vagaroso, confuso, mal coagulado, se encarnará en la palabra imprecisa, equívoca, inconcreta.
Costa Rica ya no sabe hablar. Es una nación profundamente inculta. Sabe deletrear: “mi mamá amasa la masa”… sí, sí, deletrear a lo “Paco y Lola”: eso lo hacemos con suprema solvencia. Pero leer, eso no lo sabemos. Y el corolario de tal estado de cosas es que tampoco sabemos hablar ni escribir. Jamás el problema de lecto-escritura del tico había alcanzado niveles tan alarmantes.
Los funcionarios del gobierno, entretanto, se alzan la bata y se van a Río de Janeiro (fin de año del 2014), a La Habana (todo el gabinete, fin de año del 2015) y a España (fin de año del 2016). Pasean, pasean, pasean, a lomos del viento volandero, cual las eólidas de la mitología griega (salvo que, a diferencia de las hijas de Eolos, estos señores y señoras están muy gorditos, muy bien cebados en la función pública, como para que el viento los pueda izar y encumbrar).
El país, entretanto, se desangra en silencio. Vergüenza, vergüenza, una y mil veces, vergüenza.
El autor es pianista y escritor.